En un primer momento, el enfermo emperador Matías se sintió abrumado por los hechos que se estaban produciendo en el seno de las posesiones Habsburgo, no atreviéndose a adoptar medidas drásticas que luego hicieran imposible un compromiso con los rebeldes. En ello influyeron las ideas de una solución diplomática que le expresaban el moravo Karel Zerotin, Adam Valdstym o el cardenal Khlesl. No obstante, Oñate pronto consiguió convencer al emperador de que no había posibilidad de arreglo pacífico y de que lo mejor era preparar rápidamente una acción armada, antes de que los insurrectos organizaran su defensa, salvaguardando así Bohemia para el archiduque Fernando. Si había guerra, Matías necesitaba la ayuda de sus familiares Habsburgo. La solicitó al rey de España y al archiduque Alberto en cartas fechadas en los primeros días de junio. En principio solicitaba únicamente ayuda financiera, pero en un informe de 6 de junio Oñate pedía alrededor de 12.000 soldados de infantería.

El mes de julio del Consejo de Estado español fue extraordinariamente ajetreado al discutirse la oportunidad o no de intervenir directamente en los pantanosos asuntos de centroeuropa. Lerma era partidario de mantenerse a la expectativa, de no involucrar abiertamente a España en un conflicto que pudiera irse de las manos. En esta ocasión apoyado por Aliaga, deseaba inhibirse del problema centroeuropeo, pues prefería destinar los recursos y atención de la Monarquía a intereses que veía más cercanos: los del Mediterráneo. En realidad, la circunstancia de que hubiera hecho coincidir la fecha de la firma de la Tregua de los Doce Años con la del decreto de expulsión de los moriscos, se puede considerar como todo un símbolo de la reordenación de prioridades que a mediados del reinado había intentado llevar a cabo: cambio de la lucha en el norte ante el protestante por la lucha en el Mediterráneo ante el peligroso e infiel berberisco. A este esquema respondió no sólo la expulsión de los moriscos, cuyas conexiones con franceses, berberiscos y otomanos ayudaron a crear el clima propicio para la misma, sino también el desarrollo de un conjunto de operaciones anfibias en la costa norteafricana de considerable éxito, como la toma de Larache (1.610) o La Mámora (1.614). Cuando en 1.618 estalló la rebelión de Bohemia, el gobierno español se hallaba preparando una gran expedición naval a Argel, base principal de los piratas berberiscos. Su abandono en favor del apoyo a los Habsburgo austríacos supuso, ahora, el triunfo de los que consideraban que el futuro de la Monarquía española se ventilaba en el centro y norte de Europa.

Decididamente, los días de gloria de Lerma habían pasado, y en aquel momento carecía de la fuerza suficiente para oponerse a las poderosas presiones en favor de la intervención de Baltasar de Zúñiga (hombre clave en el Consejo de Estado y su máxima autoridad en materia de política exterior), el conde de Oñate (sucesor de Zúñiga en el cargo de embajador en la corte imperial y, por ello, conocedor de primera mano de los hechos acaecidos) y Franz Christoph Khevenhüller (embajador imperial en Madrid). A mediados de julio, Felipe III ya había sido convencido de la necesidad de acudir en ayuda de sus primos los Habsburgo austríacos. Aparte de los genéricos motivos afectivos y de comunión de ideas políticas y religiosas, como paladines que se consideraban de la amenazada religión católica, los argumentos inmediatos que se barajaron en favor de la ayuda del rey de España al archiduque Fernando y al emperador fueron de carácter estratégico: garantizar la integridad y viabilidad de los corredores militares que unían la base española de Milán con Bruselas y Viena, es decir, mantener abiertas las vías que comunicaban las distintas y distantes posesiones de los Habsburgo. Si se perdía definitivamente Bohemia en manos protestantes, se corría el peligro de que la dignidad imperial no siguiera pasando generación tras generación a miembros de la católica familia Habsburgo, ya que no tendrían la oportunidad de voto que, como Elector, era propia del rey de Bohemia, siendo ésta decisiva en tanto que posibilitaba el rompimiento del virtual empate entre católicos y protestantes existente en el Colegio electoral. Y era importante para el rey de España quién era el emperador, pues, como poseedor de algunos —estratégicos— territorios dentro del Imperio, era vasallo nominal de éste. Además, el hecho de que, por el tratado de Graz, España pudiera llegar a tomar posesión de Alsacia —territorio clave del corredor militar entre Milán y los Países Bajos— si el archiduque Fernando llegaba a convertirse en emperador, constituía otro factor que empujaba a prestar el apoyo. En definitiva, la intervención española se aprobó en base a la teoría del mantenimiento del gran sistema imperial hispánico instaurado por Felipe II, que podría verse deteriorado si peligraba la posición de los Habsburgo austríacos, ya que ello llevaría a poner en peligro las posesiones europeas de España.

Mientras en Madrid se debatía sobre la ayuda, Thurn preparaba rápidamente la defensa de Bohemia fortificando los principales centros del sur y reclutando un pequeño ejército. Al mismo tiempo, Oñate seguía trabajando en su idea de que era necesaria una confrontación. Para ello, favoreció la detención del pacifista e influyente cardenal Khlesl (que aconteció el 20 de julio), y decidió no licenciar las tropas acantonadas en el Friuli, sino trasladarlas más cerca de Viena. Matías, por otro lado, había conseguido que Buquoy, general del archiduque Alberto en los Países Bajos, aceptara ponerse al mando de las tropas imperiales. Cuando en agosto llegó a Viena, le esperaban unos 12.000 soldados, que pronto fueron puestos en marcha para realizar una —fracasada— incursión en el sur de Bohemia. Entretanto, el duque de Saboya había escrito a Federico V del Palatinado ofreciéndole los servicios del regimiento que Ernesto de Mansfeld reclutara para él el año anterior, con el objeto de que sirviera de apoyo a los rebeldes checos, comprobándose pronto su utilidad al ocupar la ciudad de Pilsen, que había seguido fiel al emperador.

Aunque la decisión de intervenir ya se había adoptado y parte del ejército imperial era pagado con subsidios españoles, Baltasar de Zúñiga no quería precipitarse con el envío de un contingente armado que pudiera provocar que una guerra local se transformara en una conflagración general europea. Antes de mover las fichas en el tablero internacional, había que sondear la posición de las distintas potencias ante los hechos acaecidos en centroeuropa. Francia pronto optó por ofrecer su intermediación en unas posibles negociaciones de paz entre el emperador y los rebeldes. Si bien su propuesta no tuvo éxito, demostró que no tenía intención, de momento, de apoyar oficialmente la causa antihabsburgo, entre otras cosas porque en el interior tenía también diversos problemas de carácter político-religioso con los hugonotes. Respecto a Inglaterra, Jacobo I afirmó a finales de septiembre que no aprobaba la insurrección bohemia y que intentaría influir en los príncipes protestantes alemanes, principalmente en su yerno el elector palatino, para que no prestaran su ayuda a los rebeldes. La República holandesa, por su parte, se hallaba paralizada por la lucha abierta que se había desatado, después de grandes tensiones y manifiestas posiciones enfrentadas, entre Oldenbarnevelt y Mauricio de Nassau. Fue esta coyuntura internacional la que acabó por dar el triunfo a los intervencionistas frente a los transaccionistas, para alegría de Zúñiga y Oñate que veían en las concesiones una peligrosa pérdida de reputación y autoridad de los Habsburgo, viéndose favorecidos por la definitiva caída del duque de Lerma a finales de 1.618 y por la muerte del emperador Matías, que no había abandonado la posibilidad de llegar a una solución de compromiso, el 20 de marzo de 1.619.

A finales de abril de 1.619 salieron de Luxemburgo 7.000 soldados del ejército de Flandes, 6.000 de ellos de infantería ¾ entre cuyos oficiales valones se encontraba el joven René Descartes¾ y 1.000 de caballería. Se dirigieron directamente hacia Viena, y en su paso por Alsacia fueron puestos bajo el mando de Baltasar Marradas. Era el momento clave, pues los rebeldes habían logrado extender su influencia al resto de países de la Corona de Bohemia, es decir, a Lusacia, Silesia y Moravia, e incluso a la Alta y Baja Austria. La situación se hizo crítica cuando, a comienzos de junio, Thurn apareció con un ejército ante las murallas de Viena antes de la llegada del contingente de Flandes. Sin embargo, el acercamiento de un destacamento de soldados regulares al mando de Dampierre obligó a Thurn a retirarse, salvándose así la capital del Imperio. Aunque por esas fechas Buquoy derrotó a Mansfeld en Záblatí, se hacía evidente la necesidad de nuevas tropas para dominar con un mínimo de garantías la situación. Por ello, en junio, el Consejo de Estado español aprobó mandar un segundo ejército, esta vez procedente de Nápoles (siguiendo la ruta del puerto de Finale, Milán y Tirol), a la zona clave de Alsacia.

En ese momento se sucedieron una serie de decisiones políticas fundamentales. El 22 de agosto los estados de Bohemia desposeyeron solemnemente a Fernando y declararon vacante el trono. El 26 decidieron ofrecer la Corona a Federico V del Palatinado. En esas fechas, desconociendo los últimos sucesos de Praga, los Electores imperiales estaban reunidos en Frankfurt para elegir nuevo emperador, y el 28 de agosto de 1.619 optaron por el archiduque Fernando (lo que supuso un triunfo para los intereses de España), que gobernaría bajo el nombre de Fernando II. Un mes después, el 28 de septiembre, desoyendo las recomendaciones de su yerno Jacobo I o de la propia asamblea de la Unión Protestante, el joven Federico V aceptó la Corona de Bohemia, llegando a Praga poco más tarde y siendo allí coronado el 4 de noviembre.

El vuelco político producido en el seno del Imperio era considerable, requiriendo una actuación contundente si se pretendía regresar a una supuesta normalidad anterior. Una vez que la familia Habsburgo logró mantener la dignidad imperial en su poder con la elección de Fernando II, decidió poner fin de una vez por todas a la rebelión de Bohemia mediante una gran ofensiva. Como se necesitaba ayuda, a principios de octubre Fernando y el conde de Oñate llegaron a un acuerdo con Maximiliano de Baviera, que había reorganizado la Liga Católica de príncipes alemanes, por el que, a cambio de asistencia militar, se le prometió secretamente la dignidad electoral de Federico y los territorios de éste que lograra ocupar, además de una indemnización por gastos y el apoyo militar pleno de España. Al elector de Sajonia, por otro lado, le fue ofrecida Lusacia si no prestaba apoyo a sus correligionarios, se mantenía fiel al emperador y organizaba un ejército que la reconquistara a los rebeldes. También se obtuvieron importantes subsidios del Papado. Concretamente, entre 1.619 y 1.623 destinó a Viena 400.000 escudos, casi 350.000 a Munich —capital de Maximiliano— y unos 16.000 a otro aliado de los Habsburgo, el rey de Polonia. A esto había que añadir la importante ayuda económica y militar de España, que mantenía dos ejércitos en el Imperio y que estaba dispuesta a utilizar parte del ejército de Flandes para invadir el Bajo Palatinado si fuera necesario.

Federico, por el contrario, no contaba con excesivos apoyos reales. Recibía subsidios de las Provincias Unidas y Venecia (Saboya ya había desertado de la causa), pero de forma tardía y escasa. Los miembros de la Unión Protestante no apoyaron mayoritariamente la decisión del elector palatino de aceptar la Corona bohemia, y su postura prudente y expectante de poca ayuda servía a los rebeldes. El único aliado que se implicó en el conflicto de forma substancial fue el príncipe de Transilvania, Bethlen Gabor, que en agosto de 1.619 había iniciado la conquista de la Hungría habsburguesa, unido sus fuerzas con las del conde de Thurn y finalmente puesto sitio a Viena por segunda vez. No obstante, la posibilidad de tomar la capital imperial volvió a desvanecerse cuando, a finales de noviembre, Bethlen Gabor recibió la noticia de que un ejército enviado por el católico Segismundo III de Polonia había penetrado en la Alta Hungría interrumpiendo sus comunicaciones con la base transilvana. Bethlen no dudó entonces en levantar el asedio, regresar a sus posesiones y aceptar, en enero de 1.620, una tregua temporal propuesta por el emperador. Por su parte, Jacobo I de Inglaterra deseaba seguir manteniendo buenas relaciones con España, pese a que la opinión pública, favorable a la causa de los rebeldes checos, provocó el envío de colectas recaudadas de forma privada. Luis XIII, a su vez, veía la rebelión como un peligroso ejemplo para los hugonotes franceses, por lo que consideraba mejor no aprobarla. Además, envió al duque de Angulema a una misión muy especial: persuadir a la Unión Protestante de príncipes alemanes para que no apoyara a su líder natural, Federico. La misión, concluida en el tratado de Ulm de 3 de julio de 1.620, fue un éxito y consiguió el objetivo de evitar que el conflicto bohemio se transformara en una guerra civil alemana que enfrentara a la Liga Católica y a la Unión Protestante. Esto benefició a los Habsburgo, pues una buena parte de las tropas de Maximiliano quedaron libres para dirigirse a Bohemia al no existir el temor de una intervención protestante contra Baviera.

Si durante la primera mitad de 1.620 había primado una constante actividad diplomática, la segunda vio el comienzo de la gran ofensiva preparada para recuperar Bohemia de manos de Federico y los rebeldes protestantes. Unos sucesos marginales acaecidos por entonces en los valles alpinos iban a resultar de inestimable ayuda en beneficio de la causa Habsburgo: los habitantes católicos del valle de la Valtelina se levantaron contra sus señores protestantes de los Grisones, solicitando el apoyo de los españoles. Su petición fue atendida, y a lo largo del mes de julio de 1.620, el duque de Feria, nuevo gobernador de Milán en sustitución de Villafranca, desplazó tropas para bloquear, ocupar y controlar el valle, comenzando a construir una cadena de fuertes que garantizaran la seguridad del mismo. Fue una verdadera suerte. El territorio grisón era una auténtica encrucijada de caminos, pues por él pasaban los corredores militares que unían, por una parte, Lombardía con el Imperio y los Países Bajos, y por otra, Francia con su aliada la República de Venecia. Para España era muy importante dominar el valle de la Valtelina, que le daba una pequeña vía por donde transportar sus tropas a los distintos teatros de operaciones de Europa, debido a que el resto de caminos —a través de Venecia, los cantones suizos o Saboya— estaban vetados. Y en ese preciso momento la importancia estratégica de la zona era aún mayor, debido a los acontecimientos que se estaban produciendo en el Imperio y al inminente fin de la Tregua de los Doce Años acordada con las Provincias Unidas en 1.609.

Otro suceso aún más importante que la ocupación de la Valtelina fue la invasión, en septiembre de 1.620, del Palatinado renano —dominios del usurpador rey de Bohemia, Federico— por el ejército de Flandes. Varios meses antes, el Consejo de Estado había debatido en Madrid sobre la conveniencia o no de que el archiduque Alberto enviara desde los Países Bajos las tropas necesarias para ocuparlo. Algunos criticaron el proyecto, que aumentaría las tensiones en Alemania, como muy peligroso para la paz general en Europa. No obstante, triunfaron los defensores de la intervención militar alegando que, con ella, se aliviaría al emperador de las presiones de que era objeto, se posibilitaría que Maximiliano liberara más tropas de la defensa de Baviera y las empleara en ayudar a Fernando a retomar Bohemia, se haría una demostración de poder que pudiera inducir a los holandeses a solicitar la continuación de la tregua en unas condiciones más honrosas para España y, sobre todo, con la toma del Bajo Palatinado se dominaría el curso medio del Rin, codiciado corredor para las comunicaciones militares entre Milán y Flandes (en especial ahora que llegaba a su fin la mencionada tregua). La tradicional hostilidad del elector palatino a la causa de los Habsburgo, que se había demostrado con su habitual protección de los refugiados calvinistas, la ayuda enviada a las Provincias Unidas en su lucha contra España y el hostigamiento de las tropas españolas en su camino hacia los Países Bajos, hizo que, ahora que se presentaba la ocasión, Felipe III escribiera el 9 de mayo de 1.620 al archiduque Alberto comunicándole que aprobaba su ocupación. En los meses siguientes, Spínola concentró en Luxemburgo un ejército de 25.000 hombres que, finalmente, a primeros de septiembre lanzó hacia el Palatinado renano, siendo éste controlado en una rápida y triunfal campaña.

Al mismo tiempo, mientras el ejército de Sajonia ocupaba sin apenas resistencia Lusacia, las fuerzas conjuntas del emperador ¾ mandadas por Buquoy¾ y la Liga Católica ¾ bajo el mando del belga Tilly¾ , en número de unos 25.000 hombres, se dirigieron directamente hacia la capital de Bohemia, Praga. Cerca de allí, en una pequeña colina llamada Montaña Blanca, el día 8 de noviembre de 1.620 se produjo el encuentro con el ejército rebelde de Federico, de unos 20.000 hombres, deficientemente dirigido por Thurn, Anhalt y Mansfeld. La batalla no duró mucho. Pronto las fuerzas de Federico, que no había tenido tiempo de salir de Praga hacia el campo de la lucha, retrocedieron en desbandada. Él mismo, al darse cuenta de la derrota, huyó precipitadamente en dirección a Silesia y Brandemburgo, asentándose más tarde en La Haya como desterrado del Imperio.

La Corona de Bohemia fue puesta de nuevo en manos de Fernando, que pronto inició una represión tendente a fortalecer en ella sus poderes políticos y a unificar sus posesiones en la fe católica. Redujo las libertades políticas con una nueva Constitución que transformaba la Corona bohemia en un Estado patrimonial —y no electivo— de los Habsburgo, y suprimió paulatinamente las libertades religiosas, aboliendo en 1.621 la Carta de Majestad y persiguiendo a los protestantes, al tiempo que permitió la vuelta de los jesuitas para que extendieran el espíritu de la Contrarreforma. Además de esas importantes decisiones, el 21 de junio de 1.621 fueron ejecutados en Praga 27 líderes de la revuelta que no habían conseguido escapar. Sus posesiones, al igual que las del resto de rebeldes, se confiscaron en beneficio del rey, que las entregó a una nueva nobleza bohemia —de origen alemán, italiano, español y flamenco— que se unió a los pocos nobles checos que habían permanecido fieles al bando imperial. Aunque todas estas decisiones podían ser más o menos polémicas, difícilmente serían generadoras de una nueva crisis internacional, debido a que Fernando estaba actuando sobre territorios de los que era soberano. Más complicado se presentaba, sin embargo, decidir sobre lo que había que hacer con el Palatinado y con la promesa de obtener la dignidad electoral hecha a Maximiliano de Baviera. Cualquier movimiento en falso que afectara a Alemania podía no sólo reavivar la guerra, sino convertirla definitivamente en un conflicto europeo global, especialmente ahora que el aplastante triunfo de los Habsburgo había alertado a los tradicionales enemigos de España de los peligros del eje católico que unía Madrid, Munich, Viena y Bruselas.

La última de las grandes decisiones que en materia de política exterior se tomaron durante el reinado de Felipe III fue la reanudación de la guerra con las Provincias Unidas tras el término de la Tregua de los Doce Años. Durante todo el año 1.619, cuando los problemas en el Imperio eran patentes, el Consejo de Estado realizó constantes reuniones para discutir sobre la conveniencia o no de renovar la tregua y en qué condiciones. España tradicionalmente había justificado el mantenimiento de la guerra en los Países Bajos por varios motivos. En primer lugar, las siete provincias rebeldes eran parte de la herencia borgoñona que el rey Carlos V había transmitido a sus sucesores, por lo que, al ser estos los legítimos soberanos de las mismas, no sólo tenían el derecho sino también la responsabilidad de reincorporarlas a su patrimonio. Además, se afirmaba que si España mostraba debilidad a la hora de sofocar la rebelión, ésta podía servir de ejemplo a otras posesiones descontentas. Se encontró otra justificación en el argumento que afirmaba que el mantenimiento de la guerra contra los holandeses distraería los esfuerzos de los enemigos de España, evitando así que se atacaran otros intereses hispánicos, de tal forma que la continuación del conflicto bélico en el norte de Europa actuaría como una especie de muro de contención; como decía Zúñiga, si no era posible frenar a la República "lo único que conseguiremos es perder, primero las Indias, después Flandes, después Italia y finalmente la propia España".

La validez de los argumentos generales expuestos era criticable. Cuando en 1.619 se debatía en qué condiciones España estaría dispuesta a prorrogar la tregua o a firmar una definitiva paz, existía la convicción de que ya había pasado la oportunidad de acabar con la rebelión por la fuerza de las armas. Así lo expresaba Zúñiga:

"El tratar por fuerza de armas de reducir a la obediencia aquellas Provincias como estaban de antes, quien quiera que lo mirare atentamente y sin pasión y considerare las fuerzas grandes de aquellas Provincias por mar y por tierra, el sitio de ellas tan fuerte y tan rodeado de la mar y ríos caudales y tan en comarca de sus confederados de Francia, Inglaterra y Alemania, y aquel estado en el punto en que se halla, y el nuestro en el que está, hallará que es tratar de lo imposible".

La continuación de la guerra, por tanto, no podría tener otro objetivo que lograr una posición de fuerza, tras una serie de victorias importantes, que obligara a las Provincias Unidas a firmar una paz honrosa para España con condiciones mejoradas. A finales de 1.619, el Consejo de Estado decidió que no se prorrogaría la tregua a no ser que se incluyeran en ella una serie de cláusulas que España consideraba fundamentales: la aceptación, aunque solamente fuera nominal, de la soberanía española sobre las Provincias Unidas (es decir, España rechazaba ahora la concesión del humillante artículo uno de la tregua de 1.609 por el que reconoció la soberanía de la República marítima); la tolerancia para la minoría católica holandesa; la reapertura del río Escalda para desbloquear comercialmente a Amberes y lograr así una mejora económica de los sufridos Países Bajos leales; y, por último, la retirada de los holandeses de América y de las Indias orientales debido a que su comercio ultramarino, permitido por las ambigüedades de la tregua de 1.609, estaba provocando graves daños a los intereses económicos y a las posesiones coloniales de España y Portugal.

Si bien el gobierno continuó manteniendo oficialmente las dos primeras exigencias para llegar a un compromiso de paz (en 1.628 Olivares aún insistía, al resumir las razones para combatir contra las Provincias Unidas, en que: "la cuestión puede ser reducida a dos puntos: religión y reputación"), resultaba cada vez más evidente que el punto clave de las negociaciones iba a ser el comercio neerlandés de ultramar. La República de Holanda se había convertido en el centro comercial de Occidente. Sus buques dominaban el provechoso transporte del cereal excedente del Báltico hacia la Europa occidental y meridional, aunque lo que realmente preocupaba a la Corona española era que las Provincias Unidas habían aprovechado la tregua para redoblar sus esfuerzos comerciales en América y el Extremo Oriente, además de potenciar la piratería en alta mar y los ataques directos a las colonias ultramarinas portuguesas y españolas. Esto no sólo provocaba importantes pérdidas económicas para la Corona, debido a la constante merma de los mercados y el incremento en los gastos de defensa colonial, sino que traía consigo un peligroso punto de fricción con el recién incorporado reino de Portugal, que veía con desilusión como España era incapaz de proteger sus posesiones ultramarinas y su emporio comercial tradicional en Asia, con la consiguiente ruina de muchos comerciantes lusos. Por todas estas razones, cuando los Consejos de Portugal e Indias fueron consultados, llegaron a la conclusión de que la única forma de salvaguardar las posesiones ultramarinas de manos holandesas era reanudar la guerra, ya que únicamente cuando tuvieran la necesidad de defenderse en su propio país reducirían los recursos destinados a perjudicar los intereses ibéricos de ultramar.

Era ostensible el desastre político y económico que habían traído consigo los términos de la Tregua de los Doce Años, y el correlativo auge de las Provincias Unidas en tal periodo de tiempo. En un memorándum al respecto escrito en 1.620, después de enumerar el ámbito de expansión holandés, Carlos Coloma finalizaba su exposición indicando que "mi opinión es, que si en doce años han conseguido todo esto cabe imaginarse lo que harán si les damos más tiempo... Si continúa la tregua nos veremos condenados a sufrir todas las desventajas de la paz y todos los peligros de la guerra". Además, era una convicción compartida por amplios sectores del pueblo español considerar el derrumbe industrial y el rápido declinar de las ciudades de Castilla durante la segunda década del siglo XVII, la marea de manufacturas extranjeras que invadía la Península Ibérica, el excesivo drenaje de oro y plata de la misma o la acentuada despoblación que la afectaba, como efectos contraproducentes de la tregua. Definitivamente, no podía llegarse a otra conclusión que la de prorrogarla sólo si los neerlandeses se avenían a su renegociación.

Sin embargo, ni España ni las Provincias Unidas tenían un interés irresistible en evitar la reanudación de la guerra. La situación política de ambos países había cambiado desde 1.609, en que el triunfo de los partidos pacifistas de Lerma y Oldenbarnevelt había alentado la paz. Una década después, Lerma había caído del poder, siendo sustituido por una generación de políticos y diplomáticos —Zúñiga, Oñate, Olivares...— que eran partidarios de mantener la estructura imperial española, la "reputación" del rey de España, por la vía de las armas si era necesario. Ante la política absentista e inerte anterior, se decidieron por una política exterior activa e intervencionista propia de una potencia que ostentaba la hegemonía sobre Europa. Las victorias de los Habsburgo en centroeuropa vinieron a dar la razón a aquellos que eran partidarios de reanudar la guerra contra los holandeses. También en las Provincias Unidas se había impuesto el partido de la guerra de Mauricio de Nassau frente a la más prudente facción dirigida por Oldenbarnevelt. Precisamente éste y su amigo Hugo Grocio, eminente jurisconsulto y filósofo padre del iusnaturalismo racionalista, fueron detenidos en 1.618. Si bien Grocio logró escapar en mayo de 1.619, Oldenbarnevelt fue condenado a muerte y ejecutado. En realidad, se aprovechó una controversia teológica entre dos profesores de la Universidad de Leyden para eliminarle. Uno de ellos, Arminio, no estaba de acuerdo con la doctrina ortodoxa de la predestinación, por lo que polemizó con el otro, Gomar. El fondo de sus divergencias, empero, escondía una distinta visión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado: Arminio consideraba que las autoridades civiles tenían derecho a arbitrar en asuntos eclesiásticos, a lo que se oponía rotundamente Gomar, que subrayaba el carácter divino de la organización eclesiástica, acusándole además de criptopapismo y proespañol. El caso es que estas controversias fueron pronto utilizadas políticamente: en 1.617 Mauricio de Nassau se declaró públicamente partidario de las ideas gomaristas, en 1.618 se convocó el Sínodo de Dordrecht que se pronunció en favor de la ortodoxia calvinista y de la no injerencia del poder civil en los asuntos de la Iglesia (contrariando las tesis de Arminio), y, finalmente, un año después se ejecutó a Oldenbarnevelt acusado de traición al fomentar las herejías arminianas y el papismo. El triunfo de Mauricio trajo consigo un eclipse del partido favorable a la paz y una preponderancia de los elementos radicalmente calvinistas, anticatólicos, antiespañoles y, por todo ello, tendentes a la no renegociación de la tregua atendiendo a los intereses hispánicos.

Aunque se autorizó al archiduque Alberto, valedor de la paz, a mantener contactos hasta el último momento con el estatúder Mauricio de Nassau, desde Madrid resultaba obvio que los holandeses no estarían dispuestos a hacer ninguna concesión a España, por lo que comenzaron a moverse de nuevo los pesados engranajes de la maquinaria militar con el objeto de proveer de más hombres y dinero al ejército de Flandes para que estuviese dispuesto a reanudar las hostilidades en cuanto finalizase la tregua. En 1.620, después de unos años manteniendo un presupuesto y un contingente reducidos, los ingresos de la pagaduría del ejército de Flandes aumentaron hasta superar los 7 millones de florines destinados a cubrir las necesidades de algo más de 50.000 hombres. El 9 de abril de 1.621, diez días después del inicio del reinado de Felipe IV, expiraba formalmente la Tregua de los Doce Años. España se había sumergido, sin saberlo, en una guerra que duraría aún 27 años y que marcaría de una forma fundamental las nuevas directrices y objetivos en materia de política internacional.

Fue en su lecho de muerte cuando Felipe III comprendió su yerro como rey. Había sido un hombre bueno, piadoso, tranquilo..., pero nunca quiso —o supo— ejercer las responsabilidades que, como gobernante del Estado hegemónico de la cristiandad, le correspondieron. Y por ello le atormentaron los remordimientos en sus últimos días de vida. Su reinado se caracterizó por la inexistencia de una mano firme que dirigiera la nave del Estado. Ni siquiera el valido que escogió, Lerma, era un hombre interesado por los asuntos de gobierno. Sus objetivos abarcaban el poder, el dinero y la influencia, pero no el dar un rumbo definido a la política española. Sus ideas pacifistas en la política exterior, que se plasmaron en las relaciones de España con Francia, Inglaterra o los Países Bajos del norte, no representaban una convicción interna sino, al contrario, una falta de decisión, una falta de interés por las responsabilidades que generaba el intervencionismo. En ningún momento supo comprender la posición que ocupaba la Monarquía española en las relaciones internacionales. Quizá por ello, durante estos años los embajadores, virreyes y diplomáticos españoles en el extranjero ejercieron un brillante papel protagonista. Eran hombres inteligentes, resueltos, conscientes de la posición de España en el mundo, deseosos de restaurar su grandeza volviendo al tiempo ideal de Felipe II. Hombres como Zúñiga, Oñate, Villafranca u Osuna se sentían humillados ante las nuevas tendencias marcadas desde Madrid y aprovechaban la falta de un gobierno central fuerte y decidido para llevar a cabo alguna iniciativa propia, actuando primero y dando explicaciones después, que evitara un mayor deterioro de los intereses de los Habsburgo. Sólo con la incorporación de Baltasar de Zúñiga al Consejo de Estado en 1.617 y la caída de Lerma un año más tarde se logró modificar la situación. Zúñiga, que era la voz más influyente del revitalizado Consejo, se veía a sí mismo como el guardián de las tradiciones de la Monarquía española. El concepto clave era "reputación", es decir, afirmación de los derechos e intereses —sin eludir las responsabilidades— del rey de España, y con esa finalidad in mente dirigió con mano firme la política exterior durante cinco años, los últimos de su vida. En ese periodo se tomaron decisiones fundamentales que determinarían el rumbo de los acontecimientos que se produjeron durante buena parte del reinado de Felipe IV, como la reanudación de la guerra contra las Provincias Unidas o la intervención en ayuda de los Habsburgo austríacos que sumergiría a España en la Guerra de los Treinta Años.

Cuando el 31 de marzo de 1.621 murió Felipe III, subió al trono su joven, inteligente e inexperto hijo Felipe IV, que aún no había cumplido los 16 años. El cambio de rey trajo consigo una ola de entusiasmo y esperanza general, ante el advenimiento de un nuevo y prometedor régimen que tenía como objetivo recuperar la grandeza de España, regenerarla. Dos figuras emergieron definitivamente en el gobierno de los destinos de la Monarquía española: Zúñiga y su sobrino Olivares, dos hombres que se necesitaban mútuamente, pues el primero tenía la experiencia del mundo y el segundo el favor del nuevo rey. En abril de 1.621, Felipe IV confió la dirección de los asuntos de Estado a Zúñiga, que a su vez iría instruyendo a su sobrino Olivares en el arte de gobernar, mientras que éste, al tiempo que afianzaba su posición en Palacio, completaba la educación del joven rey. Esto último era muy importante, ya que, si se quería romper con la imagen del gobierno decadente e inerte de su padre Felipe III, optando como modelo por el reinado de su abuelo, era necesario hacer de Felipe IV un rey trabajador que gobernara personalmente, digno del concepto que se pretendía que representara: el de "Rey Planeta".

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