A pesar de todo, el conde-duque no era partidario de declarar la guerra abierta a Francia y comenzar su invasión. Así lo declaró en una serie de reuniones del Consejo de Estado celebradas durante el mes de junio, ofreciendo para ello razones de carácter político y económico. Respecto al primer punto, Olivares argüía que en ningún caso España debía de adelantarse a declarar la guerra a Francia, pues ello haría cundir la alarma entre sus rivales que, temerosos, reforzarían una gran alianza antiespañola. Los argumentos económicos eran claros: ¿cómo podría la Corona sufragar los gastos de una conflagración de tal magnitud, cuando el grado de endeudamiento era tal que las rentas fiscales se encontraban ya hipotecadas antes incluso de que se recaudaran los impuestos? Aunque la decisión final era del rey, nadie dudaba del grado de influencia de Olivares sobre el mismo: como era previsible, no hubo declaración de guerra.

Las victorias españolas, en todo caso, continuaron. En los primeros días de junio de 1.625 la guarnición holandesa de Breda, al mando de Justino de Nassau —hermano de Mauricio—, se rendía a Spínola después de nueve meses de agotador asedio. No fue fácil conseguirlo. Spínola hubo de desplegar todo su acreditado genio militar para tomar la espléndidamente fortificada ciudad, mediante el despliegue sistemático de un laberinto de trincheras y fortificaciones extensísimas que pusieran cerco a la misma. Se construyeron alrededor de Breda 96 reductos, 37 fuertes y 45 baterías llanas con el doble objeto de aislar la ciudad del exterior para hacerla sucumbir por hambre y proteger al ejército sitiador, que incluía seis regimientos imperiales, de un posible ataque de fuerzas holandesas de socorro. A pesar de la victoria y de su gran repercusión en toda Europa, en España se reafirmó la convicción de que asediando ciudades enemigas no se podía llegar a ninguna parte, pues ello ofrecía tan poco fruto y tanto coste que confirmaba el retrato hecho por Coloma, en su informe a Madrid, de los derrotados holandeses, al mostrarles en bastante mejor estado que a sus desnutridos sitiadores. Era preferible centrar los esfuerzos en la presión económica y la ofensiva por mar, de manera que, incluso antes de resolverse el sitio de Breda y atendiendo a los excesivos recursos que absorbía, Felipe IV envió instrucciones tanto a la infanta-gobernadora Isabel como a Ambrosio Spínola —que de la noche a la mañana iba a ser convertido significativamente en almirante— para que "de aquí adelante se reduzca la guerra por tierra en Flandes, ajustando lo necesario para los presidios, y que el ejército sea de veinte mil infantes y cuatro mil caballos y que en Mardique haya una Armada fija de cincuenta bajeles".

Poco después, el 6 de julio, llegaron a Madrid las noticias de otro gran triunfo: don Fadrique de Toledo, al mando de 52 barcos con 12.566 hombres y 1.185 cañones, había atacado Bahía, tras atravesar el Atlántico con lo que resultó ser la mayor armada que jamás hasta entonces pasara a América, obligando a la guarnición neerlandesa a rendirse el 1 de mayo tras un mes de duro bloqueo de la ciudad portuaria. No obstante, el éxito de las armas españolas en las Indias occidentales no acabaría aquí. Los holandeses habían enviado a Bahía una flota de refuerzo, formada por 34 barcos, que en cuanto se apercibió de la superioridad de la fuerza naval de don Fadrique —instalada ya en el puerto de la disputa— optaron por rehusar el combate y poner rumbo a Pernambuco para hacer aguada y reparar los navíos. Posteriormente se dividió en tres grupos, regresando uno a las Provincias Unidas con los pertrechos de guerra que habían llevado para consolidar la plaza brasileña, acudiendo otro a las costas africanas para atacar diversas factorías portuguesas allí asentadas ¾ señaladamente Elmina¾ , donde fue derrotado, y dirigiéndose el último, con 17 naves, a Puerto Rico, donde lograron desembarcar y apoderarse de la Torre Cañuelo. Mas la decidida defensa de la isla que organizó el gobernador Juan de Haro, curtido veterano de la guerra de los Países Bajos, les obligó a retirarse a mediados de octubre, consiguiéndose evitar con el rechazo la posible formación de una base enemiga enclavada en el centro del Caribe.

Una nueva victoria se produjo en los últimos meses de 1.625, cuando, al mando de sir Edward Cecil, una poderosa flota formada por 88 barcos ingleses y 24 holandeses, además de 12.000 soldados, apareció ante la bahía de Cádiz el 1 de noviembre con objeto de atacar la ciudad, destruir la escuadra que allí tenía su base e impedir la llegada de la plata de las Indias, idea esta última que obsesionaba a la Europa de la época como clave de la hegemonía española:

"No son sus grandes territorios los que la hacen tan poderosa, pues es bien sabido que España es débil en hombres y estéril en productos naturales... No, señor, son sus minas en las Indias occidentales las que administran el combustible para colmar su deseo enormemente ambicioso de levantar una monarquía universal".

Las rápidamente reorganizadas fuerzas locales —dirigidas por el Consejero de Estado don Fernando Girón—, que probablemente habían sido prevenidas con tiempo, aunque no lograran hacerse con los detalles del plan, por los servicios de inteligencia españoles, consiguieron repeler el ataque, cuya mala concepción y ejecución acabó provocando la pérdida de la mitad de los hombres y barcos enemigos. Ante el fracaso del asalto a Cádiz, el 6 de noviembre Cecil ordenó a sus hombres reembarcarse, y esperando capturar la flota de Indias, cuyo regreso, bien cargada de plata, se esperaba por esas fechas, detuvo su fuerza naval en la costa sur portuguesa. Sin embargo, el cada vez más peligroso estado de la mar hizo a Cecil dar la orden de regresar a Inglaterra el 26 de noviembre. Fue una suerte, ya que tres días después los galeones de Tierra Firme y Nueva España llegaban sanos y salvos al puerto de Cádiz. Este desastre naval inglés y holandés vino a acompañar a otro acaecido escasas semanas antes, cuando en la noche del 23 de octubre de 1.625 una terrible tempestad cogió por sorpresa a los buques que llevaban a cabo el bloqueo de los puertos flamencos, hundiendo 30 de ambas nacionalidades, momento que fue aprovechado por los barcos de Flandes —tanto del rey como de particulares— para iniciar una oleada de salidas destructivas contra los buques mercantes y pesqueros enemigos, principalmente neerlandeses.

Un annus mirabillis. Tal concepto podía definir lo que había sido el año 1.625 para España. Los éxitos de Génova, Breda, Bahía, Puerto Rico y Cádiz habían hecho triunfar indiscutiblemente a las armas españolas sobre sus poderosos enemigos franceses, holandeses o ingleses. Y no era casualidad. El nuevo gobierno y el joven rey venían trabajando duro para mostrar al mundo que el poderío de la Monarquía hispánica no estaba en decadencia, sino que, al contrario, era capaz de doblegar a todos sus adversarios. En un mensaje dirigido al Consejo de Castilla unos meses más tarde, Felipe IV informaba satisfecho:

"Nuestro prestigio ha crecido inmensamente. Hemos tenido a toda Europa en contra nuestra, pero no hemos sido derrotados, ni hemos perdido a nuestros aliados, mientras que nuestros enemigos me han pedido la paz. El pasado año de 1.625 hemos tenido a nuestro cargo casi 300.000 hombres de a pie y de a caballo, y en armas a unos 500.000 hombres de las milicias, mientras las fortalezas de España se ponían en estado de defensa. La flota, que al subir yo al trono sólo tenía 7 barcos, se ha elevado en 1.625 a 108 barcos de guerra marítima, sin contar los navíos de Flandes, y las tripulaciones están formadas por los marinos más diestros que este reino haya tenido nunca... Este mismo año de 1.626 hemos tenido dos ejércitos reales en Flandes y uno en el Palatinado, y todo el poder de Francia, Inglaterra, Venecia, Saboya, Suecia, Dinamarca, Holanda, Brandeburgo, Sajonia y Weimar no ha podido salvar Breda de nuestras victoriosas armas."

El año 1.625 se puede considerar el cenit del poder militar español. De hecho, cuando una década después se encargaron los lienzos que habían de adornar el nuevo Palacio del Buen Retiro, de los doce cuadros de batallas que cubrieron las paredes del Salón del Reino, cinco estuvieron dedicados a conmemorar victorias logradas en ese año, concretamente La rendición de Breda (de Velázquez), Defensa de Cádiz contra los ingleses (de Zurbarán), Recuperación de San Juan de Puerto Rico (de Caxés), El socorro de Génova por el segundo marqués de Santa Cruz (de Pereda) y Recuperación de Bahía en el Brasil (de Maino).

Olivares consideró que era el momento oportuno para desarrollar sus planes de integración de la Monarquía española. Como resultaba impensable actuar bruscamente, creyó el conde-duque que el proceso podía comenzar mediante el establecimiento de un programa común de defensa, una "unión de armas", que no sólo favorecería el hecho de que las distintas provincias de la Corona se acostumbraran a la idea de pensar colectivamente, como parte de una entidad superior, sino que descargaría de las fatigadas espaldas de Castilla una parte del peso económico y humano que venía soportando para el mantenimiento de la costosa política exterior de Felipe IV. Es cierto que las posesiones italianas contribuían ya notablemente a la defensa imperial y que los Países Bajos leales, aunque aportaban menos, se hallaban de forma casi constante en primera línea de una dura guerra, pero Aragón, Valencia y Navarra sólo concedían sumas de dinero esporádicamente y —peor aún— Cataluña y Portugal se resistían en redondo a contribuir a cualquier gasto general de defensa, como si no fuera con ellos lo que ocurriera más allá de sus fronteras.

Olivares expuso sus ideas al Consejo de Estado en una reunión celebrada el 13 de noviembre de 1.625. Después de realizar un breve repaso a la situación internacional, en el que insistió, como medio para poder soportar las presiones de los numerosos enemigos de España, en la necesidad de instar la creación de una Liga de la Alianza con el emperador, los príncipes alemanes amigos y, si las gestiones diplomáticas iniciadas triunfaban, con Polonia, sacó a relucir su importante proyecto de Unión de Armas, explicando que las diferentes partes integrantes de la Monarquía habían de crear una reserva común de 140.000 hombres en base al compromiso de proporcionar y mantener cada una de ellas un número fijo en virtud de sus posibilidades, establecidas por las estimaciones de población de cada zona. El sistema de cuotas proporcionales, que determinaba el número de hombres que debía aportar cada parte de la Corona española, quedó fijado de la siguiente manera:

Cataluña 16.000

Aragón 10.000

Valencia 6.000

Castilla y las Indias 44.000

Portugal 16.000

Nápoles 16.000

Sicilia 6.000

Milán 8.000

Flandes 12.000

Islas del Mediterráneo y del Atlántico 6.000

Esa reserva de 140.000 hombres, aunque no había de estar permanentemente de servicio, sí debía de hallarse siempre disponible para caso de urgencia, de tal forma que, si cualquier parte de la Monarquía era atacada por el enemigo, inmediatamente se movilizaría una séptima parte de ese contingente —20.000 hombres de infantería y 4.000 de caballería— para su defensa, y si era atacada por varios enemigos a la vez, se llamarían a filas tantas séptimas partes del total como arremetidas se recibieran.

Resultaba razonable que un proyecto de tal magnitud fuera presentado para su aprobación a las Cortes de los diferentes reinos en presencia de Felipe IV. Olivares así lo creyó, al menos, de momento, respecto a la Corona de Aragón, de manera que se iniciaron los preparativos de un viaje real para principios de 1.626. El conde-duque estaba convencido de que no existirían grandes problemas para la admisión de la Unión de Armas, pues era un proyecto diseñado sobre el interés mutuo derivado de la existencia de peligros y amenazas exteriores comunes. Pero se equivocaba. Aragón, Valencia y Cataluña no se fiaban de los planes de Olivares, en quien veían un gran peligro para sus privilegios y fueros tradicionales sobre todo ahora que se había extendido el rumor de que su objetivo era instaurar "un rey, una ley, una moneda". En seguida tuvo noticias de las dificultades que le esperaban, de forma que, decidido a sacar adelante su proyecto, resolvió utilizar las medidas de presión o halago necesarias para conseguirlo. Es más, puso en movimiento a diversos personajes preeminentes de cada zona, como al duque de Gandía en Valencia o al de Cardona en Cataluña, con el objeto de que desplegaran todas sus influencias para la formación de un núcleo favorable a las pretensiones del rey y sus ministros.

Se convocaron las Cortes de Aragón en Barbastro, de Valencia en Monzón y de Cataluña en Lérida, pese a que esta última ciudad acabó desestimándose en favor de Barcelona. Aunque Monzón era una localidad aragonesa, fue elegida debido a su escasa distancia de Barbastro, lo que hacía concebir esperanzas a Olivares de despachar con prontitud las dos asambleas antes de que se trasladara el rey a Cataluña; ello trajo consigo, naturalmente, una queja formal de los valencianos. El 7 de enero de 1.626 por fin partió la comitiva real hacia Barbastro y Monzón, donde se reunieron las Cortes de Aragón y Valencia con el objeto principal de discutir el proyecto de Unión de Armas y darle o no su beneplácito.

Las sesiones se alargaron más de lo previsto y el gobierno se vio obligado a resolver cuestiones de la mayor trascendencia —principalmente en materia de política exterior— lejos de Madrid, donde mantenían su sede los distintos Consejos. Esto facilitaba las cosas a Olivares a la hora de imponer sus propias decisiones, de modo que rápidamente determinó poner fin al conflicto de la Valtelina aprovechándose de los apuros internos por los que atravesaba Francia. La reciente rebelión hugonote, la presión del partido de los dèvots —que acusaban a Richelieu de haber iniciado una política contra el Papado por proteger los intereses de los protestantes Grisones— y, ante todo, las importantes dificultades económicas con las que se enfrentaba el país, provocaron que el cardenal enviara las oportunas instrucciones al embajador francés en España, Du Fargis, para que intentara llegar a un acuerdo que finalizara el conflicto generado por el estratégico valle. Como Olivares tampoco estaba dispuesto a que la Valtelina provocara por el momento una confrontación abierta con Francia, pronto llegó a un —ambiguo— acuerdo con Du Fargis, firmado en Monzón el 5 de marzo, por el que España aceptaba devolver las cosas "al estado en que corrían cuando se empezaron por allá los primeros rumores, que se presume fue al principio del año de 1.617, sin alterar, ni innovar en nada del estado que entonces tenían" y reconocía la soberanía de los protestantes Grisones sobre los católicos habitantes del valle (siempre que se les garantizara la autonomía y libre ejercicio de la religión), a cambio de la retirada de las tropas francesas de la zona y la no prohibición expresa en el tratado del paso de tropas españolas por la Valtelina.

Pocos días más tarde, tras un largo regateo, el rey se decidió a aceptar la propuesta de las Cortes valencianas de conceder únicamente un servicio de 1.080.000 ducados. Esa cantidad, que se consideraba suficiente para mantener a 1.000 soldados de infantería durante un periodo de quince años, sólo debía utilizarse para pagar voluntarios valencianos o gente de fuera del reino, debido a la escasez de recursos humanos de la región, por lo que se dañaba seriamente el espíritu integrador de la Unión de Armas. Inmediatamente el rey prosiguió el viaje oficial hasta Barcelona, dejando las Cortes de Aragón, todavía reunidas, bajo la presidencia de Monterrey. La comitiva entró en la Ciudad Condal el 26 de marzo con la esperanza de que las Cortes catalanas llegaran a responder favorablemente al importante proyecto de comunidad defensiva que se les iba a exponer, concediendo los 16.000 hombres pagados que el rey les solicitaba. Pero en seguida se vio la inutilidad del intento. Tras una serie de negociaciones infructuosas, Olivares optó por solicitar dinero en vez de soldados, siguiendo el precedente utilizado en las Cortes de Valencia, mas ni aún así logró sus objetivos. Exasperados, el rey y su séquito salieron el 4 de mayo de Barcelona en dirección a Madrid sin previo aviso, dejando a las Cortes aún en sesión. Sin embargo, y a pesar de los reveses sufridos, los planes de Unión de Armas no se pensaban abandonar, y menos en ese momento en que las arcas castellanas estaban exhaustas. Las Cortes aragonesas, que habían continuado reunidas, finalmente ofrecieron 2.000 hombres pagados durante quince años o el equivalente para su mantenimiento en dinero. Esto dio el suficiente ánimo al rey para que el 25 de julio de 1.626 declarara oficialmente inaugurada la Unión de Armas. Después de asignar a Perú una cuota de 350.000 ducados y a México otra de 250.000, incrementando con ello la fuerte presión fiscal que ya soportaban, quedaba implicar en el proyecto a las posesiones italianas, Flandes, Portugal y la porfiada Cataluña, pero, quizá salvo en estas dos últimas provincias, en Madrid no se creía que al respecto pudiera haber excesivas dificultades. En el fondo se había conseguido lo más difícil, esto es, romper con la tradición incitando a las distintas partes de la Monarquía española a la idea de cooperar, aunque al principio fuera ligeramente, en la defensa global de la misma frente al ataque de cualquiera de sus múltiples enemigos externos.

Mientras tanto, la situación en centroeuropa había experimentado un cambio significativo desde que, a principios de 1.625, Dinamarca se había comprometido a entrar en guerra contra el emperador. La insistencia diplomática de los protestantes holandeses, alemanes o ingleses y de la propia Francia —a través del agente de Richelieu, Corumenin— había terminado por convencer al rey danés Cristian IV de la necesidad de su intervención para frenar el avance católico y de los Habsburgo en el norte de Europa. Cristian IV, que a su vez era príncipe del Imperio en tanto duque de Holstein, tenía sus propios y ambiciosos planes de dominio sobre el norte de Alemania, que chocaban de lleno con el grado de influencia que venían adquiriendo el emperador, España y Baviera en la zona, basados en aumentar el poder económico de Dinamarca en el mar del Norte y Báltico mediante la posesión de los comercialmente estratégicos obispados secularizados de Bremen, Verden y Osnabrück, que se unirían al lucrativo dominio del estrecho del Sund y de la desembocadura del Elba. Por esta razón, cuando los enemigos de los Habsburgo le ofrecieron su apoyo si se decidía a intervenir en la guerra, el rey danés no lo dudó, esperando, a su vez, al presentarse como salvador de los principados protestantes del Imperio, contrarrestar la cada vez mayor influencia, tras las últimas victorias sobre Polonia, de su gran rival escandinavo, Gustavo Adolfo de Suecia. Pronto pudo comprobar, empero, que apenas llegaban las ayudas prometidas y que, salvo por las tropas de Ernesto de Mansfeld, integradas en el contingente de Cristian en virtud de la Convención de La Haya de diciembre de 1.625, únicamente podía contar con sus propias fuerzas.

En todo caso, la posibilidad de la intervención danesa en el conflicto centroeuropeo había hecho ver a Maximiliano de Baviera y a Fernando II la necesidad de reclutar un ejército imperial que pudiera prestar su apoyo al de la Liga Católica dirigido por Tilly. Por ello, el emperador confió el reclutamiento, organización y mando supremo de ese nuevo ejército a un noble checo, Albrecht von Wallenstein, cuya meteórica ascensión a la fortuna y la fama le habían ayudado a adquirir el título de duque de Friedland. Wallenstein era un hombre extravagante, amante de la astrología, ambicioso, que siempre consideró al ejército bajo su mando como una especie de gran operación comercial. De hecho, proveyó a sus posesiones territoriales de fundidores de hierro, armeros, etcétera, con objeto de desarrollar una industria que suministrara el armamento a sus tropas, al tiempo que obtenía importantes beneficios, e implantó a gran escala un sistema de contribuciones que sirviera para mantener a sus bien pagados hombres. Pronto entró el nuevo ejército imperial en acción, ya que, en abril de 1.626, hubo de enfrentarse a las tropas de Mansfeld —derrotándolas— en Dessau, decidiéndose posteriormente a perseguirlas en su huida, a través de Silesia, hacia Hungría, donde Bethlen Gabor las daría cobijo y apoyo contra el emperador. Mientras el grueso de los soldados de Wallenstein se hallaba, pues, acosando a Mansfeld en su camino hasta Hungría, las fuerzas de Tilly eran las únicas que se interponían entre los daneses y Viena. El choque era inevitable y se produjo en Lutter el 27 de agosto de 1.626, consiguiendo el ejército de la Liga Católica una brillantísima victoria sobre Cristian IV que le dejaba abiertas las puestas de Dinamarca a posibles ataques desde Alemania. Junto a este suceso, la simultánea derrota otomana ante los persas en Bagdad privaba a Bethlen Gabor de recibir cualquier apoyo tanto desde el oeste como desde el este de sus territorios, por lo que no tuvo más remedio que hacer de nuevo la paz con Fernando II. Esto dio la oportunidad al ejército imperial de desplazarse hacia el norte y cobrar su parte de los despojos derivados de la derrota danesa.

Olivares comprendió muy pronto las posibilidades que ofrecía para sus planes sobre el norte de Europa el avance del ejército imperial y de la Liga Católica hacia posiciones septentrionales —Mecklemburgo, Pomerania, Jutlandia—. También Fernando II y Maximiliano, advirtiendo los peligros que suponía la intervención en los asuntos alemanes de las potencias protestantes escandinavas, veían con renovado interés la posibilidad de una unión formal con la Monarquía hispánica que no sólo les proporcionara subsidios económicos. A finales de septiembre, el emperador se decidió a indicar al nuevo embajador español en la corte imperial, el marqués de Aytona, que estaría dispuesto a conseguir para la Corona española el puerto en el Báltico que tanto deseaba para iniciar una guerra comercial contra los neerlandeses en esa zona estratégica. Unos meses antes, el conde-duque ya había enviado a Polonia a un noble flamenco, el conde de Solre, con objeto de implicar a Segismundo III en la causa Habsburgo y contratar navíos y tripulaciones para la armada de Flandes. Cuando en noviembre regresó a Madrid, procedente de Varsovia, quedó de manifiesto que los intereses del rey polaco eran más ambiciosos, pues solicitaba la ayuda de España en su lucha contra los suecos y el traslado de la escuadra de Dunquerque al Báltico —donde podía utilizar sus puertos de Danzig, Putzig y Könisberg— para barrer a la marina escandinava y controlar el paso del estrecho del Sund, "porque la empresa del estrecho del Zonte ha sido tenida por la más importante y único medio para conseguir la reducción de los holandeses". Resultaba evidente que en la cooperación se encontraba la fuerza, y en ello se trabajó duramente desde Madrid durante todo el año 1.626, tanto hacia el interior de la Monarquía, mediante la Unión de Armas, como hacia el exterior, esforzándose por lograr la creación de una Liga de la Alianza.

En mayo de 1.627, Olivares escribió al marqués de Aytona solicitándole informes sobre Wallenstein. Existía la necesidad de conocer si era persona de fiar y amiga de los españoles, pues se querían iniciar una serie de acercamientos con el fin de que realizara unos servicios en favor de los intereses de España. Deseoso de contar con los beneficios de la amistad y el apoyo de la Corona española, Wallenstein respondió favorablemente a la posibilidad de llevar a cabo una acción concertada. Olivares pretendía que utilizara su ejército para conquistar un puerto en la costa de Mecklemburgo, cosa sobre la que rápidamente estuvo de acuerdo el duque de Friedland ante las buenas oportunidades que podía traer consigo instalar en él una compañía comercial del Báltico además de una escuadra que pudiera controlar los movimientos marítimos de los daneses (en ese momento primeros enemigos del Imperio), y para presionar a las Provincias Unidas mediante la recuperación del territorio imperial de Frisia oriental, que todavía se encontraba bajo ocupación holandesa, mandando instrucciones a Aytona para que intentara convencerle en este último aspecto si se mostraba dubitativo. Otros agentes al servicio de España, entretanto, seguían trabajando en el complejo proyecto del Báltico, como el barón d'Auchy, que se encontraba en Varsovia negociando la alianza hispano-polaca y poniendo trabas a cualquier atisbo de acercamiento entre Segismundo y Suecia, o el mercader-espía Gabriel de Roy, que recorría por entonces en misión diplomática las ciudades de la Liga Hanseática con objeto de atraerlas a los planes comerciales de los Habsburgo en la zona, apoyado en este aspecto por el conde de Schwarzenberg, representante de Viena, al tiempo que gestionaba en Lübeck la contratación de los 24 bajeles de guerra prometidos a Polonia que formarían la escuadra española del Báltico.

El horizonte se mostraba esperanzador para la política internacional desarrollada por el conde-duque, pero el reverso financiero de la misma era impresionante. No había más remedio que adoptar medidas concretas y fulminantes que paliaran el caos monetario y la crisis económica existente en el interior de la Monarquía española, determinada por un crecimiento incontrolado de la inflación, la inundación de Castilla de moneda de vellón —que cada vez estaba más devaluada respecto al valor de la plata— o la constante salida de la plata americana hacia Europa al utilizarse como medio de financiación de la costosa política exterior del rey. Tenían que implantarse soluciones y, así, en 1.626 se había intentado suspender la acuñación de vellón, en distintos momentos se pretendió fijar por decreto el premio en plata por vellón para evitar que aumentara excesivamente —fracasando—, se estudió reducir también por decreto el valor nominal de la moneda de vellón y, finalmente, el 27 de marzo de 1.627 la Corona optó por crear una serie de "diputaciones" en diez ciudades de Castilla para el consumo de vellón mediante el sistema de aceptar depósitos en esa moneda al 5% y devolver en plata el 80% del principal al cabo de cuatro años. No obstante, unos meses antes, concretamente el 31 de enero, ya se había producido la primera bancarrota del nuevo reinado. Como España estaba viviendo por encima de sus posibilidades, era natural que llegara un momento en que no pudiera hacer frente a la deuda a corto plazo, por lo que se iniciaba un sistema bien conocido en el que, tras la suspensión de pagos a los banqueros y la negociación subsiguiente, se optaba por convertir los asientos de intereses elevados y de plazo reducido, garantizados por las rentas extraordinarias de la Corona —normalmente, la plata que traía la flota de Indias—, por deuda a largo plazo e intereses más bajos. La bancarrota de 1.627 fue, por tanto, un medio que utilizó Olivares para liberar rentas estatales comprometidas y poder financiar sus magnos e inmediatos proyectos exteriores, aunque también se convirtió en un modo de terminar con la dominación de los banqueros genoveses, de los que España dependía excesivamente y que aprovechaban su situación mediante la demanda de intereses cada vez más elevados para sus préstamos, introduciendo por esas fechas un elemento de competencia financiera al solicitar los servicios de banqueros portugueses —de origen y ortodoxia dudosa— como Manuel Cortizos, Simón y Lorenzo Pereira o Juan Nuñez Saravia. Tras un intento fracasado de reforma económica global al principio del reinado, no quedaba más remedio que trabajar al día en la solución de los concretos y acuciantes problemas que se presentaran, pues de ello dependía el futuro de la Monarquía hispánica.

Es muy probable que las buenas perspectivas en la Europa central y septentrional llevaran a Olivares a dar un viraje en las relaciones mantenidas con Francia, con objeto de aislar definitivamente a las Provincias Unidas y provocar en breve plazo la firma de una paz honrosa para España que pusiera fin de forma terminante a la sangría de recursos que generaba una guerra que duraba ya cerca de 60 años. La oportunidad se presentó en la segunda mitad de 1.626, cuando Richelieu, a través de su embajador en Madrid Du Fargis, propuso al conde-duque la posibilidad de una alianza hispano-francesa. El movimiento de Richelieu, continuador de la tendencia de acercamiento iniciada con el tratado de Monzón, era claramente táctico, pues las recientes dificultades con Inglaterra, sus graves problemas internos con los hugonotes de La Rochelle —que estaba dispuesto a suprimir en cuanto las circunstancias externas se lo permitieran— y la tradicional enemistad con los Habsburgo españoles y austríacos, amenazaban con aislar peligrosamente a Francia. A su vez, sin dejarse confundir por las intenciones de París, Olivares aceptó entrar en el juego porque la alianza frenaría a Inglaterra (con la que España estaba técnicamente en guerra), impediría un acuerdo de paz anglo-francés, neutralizaría por el momento a Francia y, en definitiva, contribuiría al aislamiento de la República holandesa, que era el objetivo último de toda la política internacional española desde el fin de la Tregua de los Doce Años. Como la coalición había de tener alguna finalidad específica, el 20 de marzo de 1.627 Olivares y Du Fargis negociaron la formación de una alianza ofensiva de asalto a Inglaterra y un mes después el tratado se ratificó. Pese a esto, ni Richelieu tuvo escrúpulos al mantener contactos secretos en ese tiempo con las Provincias Unidas, tendentes a renovar los acuerdos por los que se comprometía a conceder subsidios a los holandeses en su lucha contra España, ni el conde-duque sintió remordimientos de conciencia al entablar discretas conversaciones con los ingleses a través de Bruselas con el fin de restaurar las buenas relaciones que habían mantenido durante los últimos años.

La mayoría de los miembros del Consejo de Estado, sin embargo, no comprendieron este aparente brusco cambio en la política exterior que acababa de iniciar Olivares. Mirabel, desde París, señaló que no se fiaba de las intenciones de Richelieu y la infanta Isabel, desde los Países Bajos, recordó la teoría de Felipe II de que Francia y España eran dos potencias irreconciliables. Las discrepancias ante esta nueva actitud internacional que se pretendía imponer aumentaron cuando, en julio de 1.627, tras el envío por parte de Buckingham de una flota destinada a ocupar la isla de Ré y ayudar a los hugonotes de La Rochelle, España se encontró en la obligación de prestar su apoyo a los franceses para rechazar el ataque inglés en virtud de la recién fundada alianza. Esto era demasiado para unos consejeros que hacía poco más de doce meses habían insistido en la necesidad de invadir Francia debido a su política claramente anti-Habsburgo. Pero el compromiso contraído estaba ahí y, como ponía en juego la palabra del rey, había de cumplirse. Por otra parte, se quería causar la poderosa impresión en el influyente partido dèvot de la corte francesa de que era perfectamente posible llevar a cabo una política exterior común católica basada en una estrecha relación entre Francia y España, para que presionara a Richelieu a abandonar a sus aliados protestantes. Por todo ello, se ordenó a don Fadrique de Toledo la organización de una escuadra que, después de algunos retrasos, por fin partió a finales de noviembre desde La Coruña con dirección al golfo de Morbihan, donde había de reunirse con las fuerzas francesas. Aunque cuando llegó ya había sido expulsada la expedición inglesa de los alrededores de la isla de Ré, se decidió que la escuadra permaneciera en la zona para permitir un mejor bloqueo de los hugonotes de La Rochelle. Además, como Olivares y Richelieu seguían por el momento interesados en que se mantuviese una relación cordial entre España y Francia, se comenzaron a discutir nuevos y utópicos planes de invasión conjunta de las Islas Británicas.

Si la política del conde-duque en el centro y norte de Europa, que no era más que una continuación de las directrices marcadas por Baltasar de Zúñiga, siempre fue complicada, los nuevos movimientos en relación con Francia que se habían producido a finales de 1.626 y durante 1.627 resultaron incomprensibles para muchas de las personalidades políticas españolas del momento. Perseguía, empero, un fin evidentemente tradicional: poner término al largo y costoso conflicto con las Provincias Unidas al obligarlas, mediante la presión y el aislamiento, a solicitar la paz bajo las condiciones que España considerase oportunas. Y las circunstancias parecían las idóneas para conseguir el anhelado objetivo: la situación en el Imperio de las fuerzas católicas cada vez era más poderosa, tanto que se podía esperar la ayuda del emperador para destruir posiciones holandesas en el comercio del Báltico o en Frisia oriental; Inglaterra, amenazada por la alianza hispano-francesa, estaba neutralizada; Francia mantendría unas relaciones amistosas con España mientras no resolviera su inquietante problema interno con los hugonotes —que se habían hecho fuertes en La Rochelle, plaza que se había constituido con el tiempo en una especie de "República marítima protestante independiente" dentro del Estado—; y las propias Provincias Unidas, pese a los triunfos de su ejército en las tomas de Oldenzaal y Grol durante los veranos de 1.626 y 1.627, respectivamente, respondidos por Spínola con el levantamiento de un complejo de fortificaciones intimidatorias en los alrededores de Zandvliet, justo detrás de las principales defensas neerlandesas de la orilla oriental de la desembocadura del Escalda, habían comenzado a sentir los perniciosos efectos de la guerra económica que tan cuidadosamente se venía diseñando desde Madrid. De hecho, el triunfo español, en tanto imposición de la paz por la fuerza, parecía estar cada vez más cerca cuando en 1.627 comenzaron unas conversaciones en Roosendael entre representantes de la infanta Isabel y de la República holandesa con objeto de estudiar las concesiones que se estaban o no dispuestos a hacer. Pero la oportunidad que brindaba la coyuntura favorable existente en el centro y el norte de Europa se dejó escapar cuando, tras la muerte del duque de Mantua sin descendencia el 26 de diciembre de 1.627, se inició el desvío de la atención y de los limitados recursos españoles hacía los acontecimientos que se produjeron en el norte de Italia.

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