Las negociaciones fueron intensas y complicadas, intentando cada parte imponer condiciones políticas, religiosas y económicas inaceptables para la otra, pero al final fue España quien hubo de hacer mayores concesiones para llegar a un acuerdo: reconoció a los Países Bajos septentrionales como si fueran una potencia soberana, no logró obtener mayor tolerancia hacia la minoría católica holandesa, tampoco consiguió abrir el bloqueado río Escalda al tráfico mercantil, eliminó las barreras creadas al comercio neerlandés con sus territorios europeos... El obstáculo más difícil de salvar, y que a punto estuvo de impedir que la negociación llegara a buen fin, fue el asunto de la libertad de navegación con las Indias orientales y occidentales. Los holandeses habían logrado romper el teórico monopolio comercial portugués y español con sus colonias, zarpando hacia las mismas una media anual de más de 200 barcos, y no estaban dispuestos a abandonar sus importantes inversiones en tal comercio ultraoceánico. Oldenbarnevelt propuso como solución coyuntural la misma por la que se había optado en 1.604 al firmarse el tratado de paz hispano-británico: no mencionar las aguas marítimas extraeuropeas, sobre la débil base temporal de mutua conservación de las posesiones que cada parte tuviera en las Indias orientales y occidentales, que hacía presagiar la continuación de las hostilidades allí sin grandes impedimentos. Sin embargo, existía el reconocimiento tácito general de que ese acuerdo limitado se rompería si las Provincias Unidas llevaban a cabo un ataque contra América de magnitud comparable al realizado en el sudeste de Asia, donde el éxito conseguido por la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales fue imparable. Un escritor holandés perspicaz escribió que el rey de España consideraba el Asia portuguesa "como su concubina, a la que puede abandonar si es necesario, pero no le importa el coste de mantener América, a la que considera su esposa legítima, de la que se siente extraordinariamente orgulloso y que está dispuesto a mantener inviolable". Aunque un sector de la opinión pública de los Países Bajos del norte deseaba asumir mayores riesgos que los derivados del simple comercio de contrabando con tierras americanas —en especial con Brasil, donde al final de la tregua llegaron a dominar al menos la mitad del tráfico de mercancías entre esa colonia y Europa—, el partido favorable a la paz en ningún momento estuvo dispuesto a ponerla en peligro mediante la fundación de una Compañía de las Indias Occidentales o la organización de un ataque anexionador a gran escala contra América.

La tregua de Amberes significó para España poco más que un humillante respiro en espera de tiempos mejores —el calibre de las concesiones solamente podía tener un carácter provisional—, mientras que para los holandeses constituyó un resonante éxito. Por un lado, el hecho de que la Corona española reconociera la personalidad internacional de las Provincias Unidas mejoró indudablemente su posición exterior ante el resto de monarquías o repúblicas. Sucesivamente, los Países Bajos septentrionales fueron formalizando alianzas y relaciones diplomáticas —que en algunos casos incluyeron el intercambio de embajadores regulares— con Francia, Inglaterra, Dinamarca, Suecia, la República de Venecia, la Liga Hanseática, Marruecos, el Imperio Otomano, Argelia, Túnez, Transilvania o Moscú, todos ellos actuales o potenciales enemigos de los Habsburgo. Por otro lado, la momentánea paz les permitió concentrar todos sus esfuerzos en continuar y aumentar sus provechosas actividades comerciales ultramarinas. Así, en 1.609 llegó la primera misión comercial holandesa a Japón, iniciando en seguida una campaña de desacreditación y destrucción del poder ibérico allí instalado que durante sesenta años había sostenido el comercio con los nipones; en 1.612 erigieron un fuerte en África occidental, en Moree, con objeto de proteger el lucrativo tráfico naval de oro en el Golfo de Guinea; un año después reforzaron el emplazamiento de Pulicat, desde donde se hicieron pronto con el control del comercio de la costa suroriental india; aparecieron comerciando en la costa este norteamericana y en 1.614 fundaron, en el actual Estado de Nueva York, el Fuerte Orange; se dejaron ver por Sudamérica, fundando y desarrollando pequeños asentamientos alrededor de las desembocaduras del Amazonas y el Orinoco, abriendo contactos políticos y comerciales con los belicosos indios Araucanos de Chile —que eran hostiles a los españoles— o atacando los poco defendidos puertos españoles de la costa del Pacífico mediante una misión como la llevada a cabo por Joris van Spilsbergen; no cejaron en la pugna por Indonesia y las Molucas; y, como hecho más importante, en 1.619 tomaron Yakarta —bautizada como Batavia—, que se convertiría en la verdadera punta de lanza del comercio neerlandés en el Extremo Oriente.

La Tregua de los Doce Años en la guerra de los Países Bajos trajo consigo un periodo de relativa paz para Europa, únicamente salpicado por puntuales y localizados conflictos, que duraría nueve años y que se conocería con el nombre de "pax hispanica". Las ideas de repliegue y pacificadoras de Felipe III y el duque de Lerma habían ido poniendo fin a los distintos conflictos en los que España estaba implicada, de tal forma que en el año 1.609 Europa gozó, por fin, de una aparente calma. Desde esta fecha hasta el inicio de la Guerra de los Treinta Años, la Monarquía española siguió manteniendo su primacía político-militar mundial, pero no por la fuerza de las armas sino por la ingente labor diplomática que desarrollaron personalidades tan destacadas como el conde de Gondomar (en Londres), el marqués de Bédmar (en Venecia y París) o Baltasar de Zúñiga y el conde de Oñate (en Praga y Viena, consecutivas sedes de la corte imperial). Fueron hombres como estos los que lograron mantener en lo más alto el prestigio y la influencia internacional de España, llegándose a poner de moda, desde Londres a Viena, la cultura, lengua o modo de vestir hispánico. Es más, el avance religioso de la Contrarreforma, impulsado por la enorme labor de los jesuitas, parecía constituir una dimensión adicional del avance del sistema español en Europa.

Sin embargo, el periodo de "pax hispanica" no podía ser más que el momento de calma al que sigue la tempestad. En efecto, existían una serie de fuerzas opuestas que antes o después tendrían que chocar. En primer lugar, la preponderancia indiscutible que había mantenido la casa de Habsburgo —cuya cabeza era España— durante la mayor parte del siglo XVI se empezaba a ver contestada por una potencia renaciente, Francia, que estaba poniendo fin a las guerras religiosas que la asolaron años atrás. En segundo lugar, los conflictos religiosos generados por la Reforma protestante en la primera mitad del siglo XVI no se habían conseguido resolver todavía a principios del XVII. En este último periodo, la unidad de la fe existía bajo forma católica en las posesiones de la Monarquía española y en los Estados italianos, en forma luterana en Suecia y Dinamarca y en forma calvinista en las Provincias Unidas. En cambio, en Inglaterra no existía esa unidad, ya que, junto a la religión oficial, el anglicanismo, existían importantes grupos de católicos y puritanos protestantes; en Francia tampoco, puesto que, aunque era oficialmente católica, los hugonotes tenían una importante fuerza y estaban bien organizados. Por último, la situación en el Sacro Imperio Romano-Germánico era aún más complicada: pese a que la paz de Augsburgo de 1.555 puso fin a la guerra entre príncipes católicos y luteranos, concediendo a unos y a otros la libertad de elegir su religión e imponerla a sus súbditos ("cuius regio, eius religio"), se producían situaciones tensas cuando un príncipe eclesiástico —arzobispo, obispo o abad— se convertía al luteranismo y provocaba con ello la "protestantización" de todo el territorio, debido a que, aunque tal medida estaba expresamente prohibida en la paz —por la norma conocida como reservatum ecclesiasticum—, los protestantes presentes en Augsburgo nunca llegaron a aceptar tal excepción a la normativa general. Las difíciles relaciones confesionales ocasionaron el estallido de conflictos de importancia en Colonia o Donauwörth, de tal forma que en 1.608, como medida de autoprotección, algunos príncipes fundaron la Unión Protestante, encabezada por el elector palatino Federico IV, calvinista, pero a la que significativamente no se unió el más poderoso de los príncipes protestantes alemanes, el luterano elector de Sajonia. En 1.609, como reacción, se fundó la Liga Católica de príncipes alemanes, encabezada por el duque de Baviera. Los primeros obtuvieron el apoyo de Francia, las Provincias Unidas e Inglaterra; los segundos, de los Habsburgo españoles y austríacos.

Resultaba evidente que la "pax hispanica" era una débil estructura que se superponía a poderosas y opuestas fuerzas que en cualquier momento podían hacerla estallar. Por una parte, chocaban frontalmente Francia y España en su lucha por la supremacía política europea. Por otra, chocaban los católicos y los protestantes —luteranos y calvinistas— en su lucha por la supremacía religiosa. Como la Corona española asumía como propia la responsabilidad de la defensa de la verdadera fe —la católica—, sólo estaba dispuesta a dar y recibir apoyo de gobernantes católicos, al menos desde un punto de vista formal y como línea general a seguir en materia internacional. En cambio, Francia, que aunque oficialmente católica siempre basó su política exterior en frenar el poder de los Habsburgo, pretendía aglutinar a su alrededor a todos los enemigos de España, ya fueran luteranos, calvinistas, musulmanes e, incluso, católicos —como era el caso de Venecia o Saboya—.

La existencia de estas dos manifiestas posiciones enfrentadas hizo que el periodo de "pax hispanica" estuviera siempre en el filo de la navaja. En realidad, su mantenimiento dependía en gran parte de la pasividad o complicidad de Francia hacia la misma, cosa que no estaba asegurada mientras fuera su rey el ambicioso Enrique IV. La chispa de una nueva conflagración podía surgir en cualquier momento, constituyendo diferentes zonas de Europa un potencial teatro de operaciones de los conflictos entre España y Francia. Así, toda la frontera oriental de esta última tenía un valor estratégico fundamental, ya que era por allí por donde España enviaba a los Países Bajos leales y al ejército que los defendía las provisiones y hombres de refresco que necesitaban, partiendo desde el Milanesado, cruzando el Tirol y Alsacia y, finalmente, atravesando Lorena como última etapa del camino. Esta ruta era el cordón umbilical que permitía a la Corona española mantener la guerra en el norte de Europa, y gran parte de su política exterior se basó en intentar asegurar su existencia o buscar corredores alternativos, bien por la fuerza de las armas o bien por vía diplomática. Italia era otra zona tradicionalmente conflictiva. Desde las victorias de Fernando el Católico y Carlos V había vivido bajo influencia hispánica, reforzada por el hecho de que pertenecían al Rey Católico Nápoles, Sicilia, Cerdeña y el importante ducado de Milán, fundamental plaza de armas y encrucijada de caminos de Europa. Desde este último punto territorial, las posesiones de España y las de sus primos los Habsburgo austríacos estaban en comunicación simplemente cruzando un pequeño valle enclavado en el territorio de los Grisones, posibilidad que era muy importante debido a que el mantenimiento de estrechas relaciones entre Viena y Madrid se había convertido en una de las piedras angulares de la política internacional de la Monarquía española, apoyada en generaciones de matrimonios dinásticos y por una gran semejanza en los objetivos políticos y religiosos (basados en la defensa de la iglesia y el sostenimiento de la fe). Aunque la rama austríaca de la familia era la segundona, la posesión del título imperial la confería una importante autoridad. En todo caso, los Habsburgo ibéricos daban por supuesta su superioridad frente al emperador, basada en la tenencia de más extensas posesiones territoriales y unos recursos mucho mayores. Pero se necesitaban mutuamente. Sólo unidos, creían, se podía tener garantizado el título imperial en manos de la Casa de Habsburgo, conseguir los ideales político-religiosos que representaban, o, a nivel particular de España, asegurar ésta ciertas posesiones que, aunque suyas, se encontraban dentro de los límites del Sacro Imperio, como era el caso de Milán o Borgoña, de las que el rey de España era exclusivamente duque y por ello vasallo nominal del emperador.

Las negociaciones fueron intensas y complicadas, intentando cada parte imponer condiciones políticas, religiosas y económicas inaceptables para la otra, pero al final fue España quien hubo de hacer mayores concesiones para llegar a un acuerdo: reconoció a los Países Bajos septentrionales como si fueran una potencia soberana, no logró obtener mayor tolerancia hacia la minoría católica holandesa, tampoco consiguió abrir el bloqueado río Escalda al tráfico mercantil, eliminó las barreras creadas al comercio neerlandés con sus territorios europeos... El obstáculo más difícil de salvar, y que a punto estuvo de impedir que la negociación llegara a buen fin, fue el asunto de la libertad de navegación con las Indias orientales y occidentales. Los holandeses habían logrado romper el teórico monopolio comercial portugués y español con sus colonias, zarpando hacia las mismas una media anual de más de 200 barcos, y no estaban dispuestos a abandonar sus importantes inversiones en tal comercio ultraoceánico. Oldenbarnevelt propuso como solución coyuntural la misma por la que se había optado en 1.604 al firmarse el tratado de paz hispano-británico: no mencionar las aguas marítimas extraeuropeas, sobre la débil base temporal de mutua conservación de las posesiones que cada parte tuviera en las Indias orientales y occidentales, que hacía presagiar la continuación de las hostilidades allí sin grandes impedimentos. Sin embargo, existía el reconocimiento tácito general de que ese acuerdo limitado se rompería si las Provincias Unidas llevaban a cabo un ataque contra América de magnitud comparable al realizado en el sudeste de Asia, donde el éxito conseguido por la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales fue imparable. Un escritor holandés perspicaz escribió que el rey de España consideraba el Asia portuguesa "como su concubina, a la que puede abandonar si es necesario, pero no le importa el coste de mantener América, a la que considera su esposa legítima, de la que se siente extraordinariamente orgulloso y que está dispuesto a mantener inviolable". Aunque un sector de la opinión pública de los Países Bajos del norte deseaba asumir mayores riesgos que los derivados del simple comercio de contrabando con tierras americanas —en especial con Brasil, donde al final de la tregua llegaron a dominar al menos la mitad del tráfico de mercancías entre esa colonia y Europa—, el partido favorable a la paz en ningún momento estuvo dispuesto a ponerla en peligro mediante la fundación de una Compañía de las Indias Occidentales o la organización de un ataque anexionador a gran escala contra América.

La tregua de Amberes significó para España poco más que un humillante respiro en espera de tiempos mejores —el calibre de las concesiones solamente podía tener un carácter provisional—, mientras que para los holandeses constituyó un resonante éxito. Por un lado, el hecho de que la Corona española reconociera la personalidad internacional de las Provincias Unidas mejoró indudablemente su posición exterior ante el resto de monarquías o repúblicas. Sucesivamente, los Países Bajos septentrionales fueron formalizando alianzas y relaciones diplomáticas —que en algunos casos incluyeron el intercambio de embajadores regulares— con Francia, Inglaterra, Dinamarca, Suecia, la República de Venecia, la Liga Hanseática, Marruecos, el Imperio Otomano, Argelia, Túnez, Transilvania o Moscú, todos ellos actuales o potenciales enemigos de los Habsburgo. Por otro lado, la momentánea paz les permitió concentrar todos sus esfuerzos en continuar y aumentar sus provechosas actividades comerciales ultramarinas. Así, en 1.609 llegó la primera misión comercial holandesa a Japón, iniciando en seguida una campaña de desacreditación y destrucción del poder ibérico allí instalado que durante sesenta años había sostenido el comercio con los nipones; en 1.612 erigieron un fuerte en África occidental, en Moree, con objeto de proteger el lucrativo tráfico naval de oro en el Golfo de Guinea; un año después reforzaron el emplazamiento de Pulicat, desde donde se hicieron pronto con el control del comercio de la costa suroriental india; aparecieron comerciando en la costa este norteamericana y en 1.614 fundaron, en el actual Estado de Nueva York, el Fuerte Orange; se dejaron ver por Sudamérica, fundando y desarrollando pequeños asentamientos alrededor de las desembocaduras del Amazonas y el Orinoco, abriendo contactos políticos y comerciales con los belicosos indios Araucanos de Chile —que eran hostiles a los españoles— o atacando los poco defendidos puertos españoles de la costa del Pacífico mediante una misión como la llevada a cabo por Joris van Spilsbergen; no cejaron en la pugna por Indonesia y las Molucas; y, como hecho más importante, en 1.619 tomaron Yakarta —bautizada como Batavia—, que se convertiría en la verdadera punta de lanza del comercio neerlandés en el Extremo Oriente.

La Tregua de los Doce Años en la guerra de los Países Bajos trajo consigo un periodo de relativa paz para Europa, únicamente salpicado por puntuales y localizados conflictos, que duraría nueve años y que se conocería con el nombre de "pax hispanica". Las ideas de repliegue y pacificadoras de Felipe III y el duque de Lerma habían ido poniendo fin a los distintos conflictos en los que España estaba implicada, de tal forma que en el año 1.609 Europa gozó, por fin, de una aparente calma. Desde esta fecha hasta el inicio de la Guerra de los Treinta Años, la Monarquía española siguió manteniendo su primacía político-militar mundial, pero no por la fuerza de las armas sino por la ingente labor diplomática que desarrollaron personalidades tan destacadas como el conde de Gondomar (en Londres), el marqués de Bédmar (en Venecia y París) o Baltasar de Zúñiga y el conde de Oñate (en Praga y Viena, consecutivas sedes de la corte imperial). Fueron hombres como estos los que lograron mantener en lo más alto el prestigio y la influencia internacional de España, llegándose a poner de moda, desde Londres a Viena, la cultura, lengua o modo de vestir hispánico. Es más, el avance religioso de la Contrarreforma, impulsado por la enorme labor de los jesuitas, parecía constituir una dimensión adicional del avance del sistema español en Europa.

Sin embargo, el periodo de "pax hispanica" no podía ser más que el momento de calma al que sigue la tempestad. En efecto, existían una serie de fuerzas opuestas que antes o después tendrían que chocar. En primer lugar, la preponderancia indiscutible que había mantenido la casa de Habsburgo —cuya cabeza era España— durante la mayor parte del siglo XVI se empezaba a ver contestada por una potencia renaciente, Francia, que estaba poniendo fin a las guerras religiosas que la asolaron años atrás. En segundo lugar, los conflictos religiosos generados por la Reforma protestante en la primera mitad del siglo XVI no se habían conseguido resolver todavía a principios del XVII. En este último periodo, la unidad de la fe existía bajo forma católica en las posesiones de la Monarquía española y en los Estados italianos, en forma luterana en Suecia y Dinamarca y en forma calvinista en las Provincias Unidas. En cambio, en Inglaterra no existía esa unidad, ya que, junto a la religión oficial, el anglicanismo, existían importantes grupos de católicos y puritanos protestantes; en Francia tampoco, puesto que, aunque era oficialmente católica, los hugonotes tenían una importante fuerza y estaban bien organizados. Por último, la situación en el Sacro Imperio Romano-Germánico era aún más complicada: pese a que la paz de Augsburgo de 1.555 puso fin a la guerra entre príncipes católicos y luteranos, concediendo a unos y a otros la libertad de elegir su religión e imponerla a sus súbditos ("cuius regio, eius religio"), se producían situaciones tensas cuando un príncipe eclesiástico —arzobispo, obispo o abad— se convertía al luteranismo y provocaba con ello la "protestantización" de todo el territorio, debido a que, aunque tal medida estaba expresamente prohibida en la paz —por la norma conocida como reservatum ecclesiasticum—, los protestantes presentes en Augsburgo nunca llegaron a aceptar tal excepción a la normativa general. Las difíciles relaciones confesionales ocasionaron el estallido de conflictos de importancia en Colonia o Donauwörth, de tal forma que en 1.608, como medida de autoprotección, algunos príncipes fundaron la Unión Protestante, encabezada por el elector palatino Federico IV, calvinista, pero a la que significativamente no se unió el más poderoso de los príncipes protestantes alemanes, el luterano elector de Sajonia. En 1.609, como reacción, se fundó la Liga Católica de príncipes alemanes, encabezada por el duque de Baviera. Los primeros obtuvieron el apoyo de Francia, las Provincias Unidas e Inglaterra; los segundos, de los Habsburgo españoles y austríacos.

Resultaba evidente que la "pax hispanica" era una débil estructura que se superponía a poderosas y opuestas fuerzas que en cualquier momento podían hacerla estallar. Por una parte, chocaban frontalmente Francia y España en su lucha por la supremacía política europea. Por otra, chocaban los católicos y los protestantes —luteranos y calvinistas— en su lucha por la supremacía religiosa. Como la Corona española asumía como propia la responsabilidad de la defensa de la verdadera fe —la católica—, sólo estaba dispuesta a dar y recibir apoyo de gobernantes católicos, al menos desde un punto de vista formal y como línea general a seguir en materia internacional. En cambio, Francia, que aunque oficialmente católica siempre basó su política exterior en frenar el poder de los Habsburgo, pretendía aglutinar a su alrededor a todos los enemigos de España, ya fueran luteranos, calvinistas, musulmanes e, incluso, católicos —como era el caso de Venecia o Saboya—.

La existencia de estas dos manifiestas posiciones enfrentadas hizo que el periodo de "pax hispanica" estuviera siempre en el filo de la navaja. En realidad, su mantenimiento dependía en gran parte de la pasividad o complicidad de Francia hacia la misma, cosa que no estaba asegurada mientras fuera su rey el ambicioso Enrique IV. La chispa de una nueva conflagración podía surgir en cualquier momento, constituyendo diferentes zonas de Europa un potencial teatro de operaciones de los conflictos entre España y Francia. Así, toda la frontera oriental de esta última tenía un valor estratégico fundamental, ya que era por allí por donde España enviaba a los Países Bajos leales y al ejército que los defendía las provisiones y hombres de refresco que necesitaban, partiendo desde el Milanesado, cruzando el Tirol y Alsacia y, finalmente, atravesando Lorena como última etapa del camino. Esta ruta era el cordón umbilical que permitía a la Corona española mantener la guerra en el norte de Europa, y gran parte de su política exterior se basó en intentar asegurar su existencia o buscar corredores alternativos, bien por la fuerza de las armas o bien por vía diplomática. Italia era otra zona tradicionalmente conflictiva. Desde las victorias de Fernando el Católico y Carlos V había vivido bajo influencia hispánica, reforzada por el hecho de que pertenecían al Rey Católico Nápoles, Sicilia, Cerdeña y el importante ducado de Milán, fundamental plaza de armas y encrucijada de caminos de Europa. Desde este último punto territorial, las posesiones de España y las de sus primos los Habsburgo austríacos estaban en comunicación simplemente cruzando un pequeño valle enclavado en el territorio de los Grisones, posibilidad que era muy importante debido a que el mantenimiento de estrechas relaciones entre Viena y Madrid se había convertido en una de las piedras angulares de la política internacional de la Monarquía española, apoyada en generaciones de matrimonios dinásticos y por una gran semejanza en los objetivos políticos y religiosos (basados en la defensa de la iglesia y el sostenimiento de la fe). Aunque la rama austríaca de la familia era la segundona, la posesión del título imperial la confería una importante autoridad. En todo caso, los Habsburgo ibéricos daban por supuesta su superioridad frente al emperador, basada en la tenencia de más extensas posesiones territoriales y unos recursos mucho mayores. Pero se necesitaban mutuamente. Sólo unidos, creían, se podía tener garantizado el título imperial en manos de la Casa de Habsburgo, conseguir los ideales político-religiosos que representaban, o, a nivel particular de España, asegurar ésta ciertas posesiones que, aunque suyas, se encontraban dentro de los límites del Sacro Imperio, como era el caso de Milán o Borgoña, de las que el rey de España era exclusivamente duque y por ello vasallo nominal del emperador.

El brevísimo análisis expuesto de los intereses antagónicos existentes en Europa evidencia que la momentánea calma conseguida en 1.609 no podría durar mucho. Algunos pequeños conflictos estuvieron a punto incluso de provocar una confrontación global. Así ocurrió con la crisis sucesoria abierta tras la muerte sin hijos del católico y proespañol Juan Guillermo, duque de Cleves-Juliers y Berg y conde de Ravensburgo y Mark, el 25 de mayo de 1.609. Los dos pretendientes principales, el elector Juan Segismundo de Brandemburgo y el hijo del conde de Neoburgo, Wolfgang Guillermo, ambos luteranos, enviaron sin demora representantes a la sede de los territorios en litigio —Düsseldorf— para reclamar la posesión de los mismos, pero la duquesa viuda, apoyada por el Parlamento de Juliers, cuya circunscripción era abiertamente católica, rechazó sus pretensiones. Por su parte, el emperador Rodolfo II ordenó que los candidatos comparecieran ante él para resolver la disputa sucesoria y que mientras tanto actuase la duquesa como regente. Ni el de Brandemburgo ni el de Neoburgo confiaban en la imparcialidad del emperador, por lo que solicitaron el arbitraje de una figura independiente y gobernar conjuntamente en el ínterin la herencia territorial. Rodolfo rechazó de forma rotunda tal acuerdo y envió al archiduque Leopoldo con algunas tropas para que asistiera, en tanto administrador imperial, a la duquesa, autorizándole a solicitar ayuda militar de los cercanos Países Bajos españoles si fuese necesario.

Ante esta situación, los dos aspirantes optaron por movilizar rápidamente la ayuda de la Unión Protestante, de las Provincias Unidas y, por su puesto, de Enrique IV de Francia, deseoso siempre de generar dificultades a los Habsburgo. La repuesta de la República holandesa fue cautelosa, pues no quería poner en peligro la Tregua de los Doce Años, pero Francia se mostró mucho más interesada en la idea de intervenir directamente en la cuestión de Cleves-Juliers. La posibilidad de satisfacer sus compromisos con los aliados protestantes, de conservar su influencia en Alemania o de aprovechar aquella espléndida oportunidad de un conflicto de desgaste contra sus eternos rivales Habsburgo, sostenido desde París, pero ejecutado, en parte, a través de terceros, era una tentación demasiado grande como para resistirse a ella. Por ello, Enrique IV decidió iniciar el levantamiento y equipación de un ejército de unos 30.000 infantes y 4.000 caballos que había de quedar preparado para una inminente campaña cuyo primer objetivo era salvar a Cleves-Juliers de caer bajo el control de Viena o Madrid.

Durante los primeros meses de 1.610 pendió sobre Alemania el peligro de un choque inmediato entre católicos y protestantes, que la política de alianzas hubiera rápidamente internacionalizado. Sin embargo, el conflicto a gran escala no llegó a estallar. Por un lado, en el transcurso de 1.610 murieron Federico IV del Palatinado ¾ líder de la Unión Protestante¾ y Enrique IV de Francia, este último asesinado por Ravaillac, un fanático dominado por las teorías de los tiranicidas que creyó eliminar de esta forma a un enemigo de la religión católica que se aprestaba a ayudar a los protestantes alemanes, dejando ambos como sucesores a menores de edad y una cierta situación de inestabilidad propia de toda regencia. Además, al tiempo que las maniobras francesas más ambiciosas quedaban interrumpidas, España decidía no poner en peligro la tregua firmada con los holandeses interviniendo en los asuntos alemanes. Todo ello hizo que las operaciones militares se limitaran a un corto asedio de Juliers, llevado a cabo por tropas francesas, holandesas, inglesas y de la Unión Protestante, que acabó cayendo en septiembre a pesar de la defensa organizada por el archiduque Leopoldo. La crisis sucesoria de Cleves-Juliers fue cerrada mediante un acuerdo provisional, que instalaba a los dos pretendientes luteranos de forma copartícipe sobre los territorios heredados, desfavorable a los Habsburgo, pero evitador de conflictos mayores.

No obstante, las rivalidades existentes dentro del Sacro Imperio y el deterioro de las relaciones entre Brandemburgo y Neoburgo hicieron estallar una nueva crisis en Cleves-Juliers a principios de 1.614. Wolfgang Guillermo, que acababa de convertirse al catolicismo e iba a casarse con la hermana de Maximiliano de Baviera como forma de proteger sus pretensiones, desconfiaba del elector de Brandemburgo, que se había convertido al calvinismo, y de sus correligionarios holandeses y palatinos. Estaba convencido de que organizaban una conspiración para hacerse con el control de todos los territorios en disputa, por lo que decidió solicitar ayuda a la Monarquía española. En Madrid y Bruselas se mostraron encantados de que una de las partes litigantes hubiera pedido su intervención en una zona de importancia geoestratégica tan vital como era Cleves-Juliers —en tanto conjunto de Estados tapones situados entre los Países Bajos y los principados protestantes de Alemania, que también formaban un pequeño entrante que separaba algunos territorios pertenecientes a la parte meridional y septentrional de aquéllos—, precisamente en un momento en que ni Inglaterra ni Francia estaban dispuestas a llevar a cabo un enturbiador despliegue militar. La primera, porque su rey, Jacobo I, y algunos de sus nuevos ministros mostraban una indudable inclinación filoespañola que llevó por esos años al inicio de conversaciones para casar al heredero de aquél con una infanta de España. Además, el nuevo embajador de Felipe III en Londres, don Diego Sarmiento de Acuña, futuro conde de Gondomar, se afirmó como una de las personalidades más respetadas e influyentes que pululaban por la corte inglesa. Por su parte, la política exterior de la segunda se hallaba ahora controlada por la regente, María de Médicis, que era abiertamente prohabsburgo y no estaba dispuesta a poner en peligro el reciente acuerdo matrimonial que habría de unir a los herederos de las Coronas francesa y española con una hermana del otro.

En el mes de agosto de 1.614, 15.000 soldados del ejército de Flandes penetraron en los ducados de Cleves-Juliers para asegurar el control de Neoburgo sobre el mayor número de ciudades de los mismos. Las Provincias Unidas se mostraron reticentes a acudir en ayuda del pretendiente de Brandemburgo, pero la toma española del importante paso del Rin en Wesel les decidió a movilizarse. Sin embargo, ninguno de los dos bandos quería la guerra y Spínola resumió el pensamiento de todos al alegar que "la Tregua no debe ser quebrantada por causa de Juliers": había de llegarse a un acuerdo para que la "paz hispanica" siguiera en pie. Rápidamente se firmó un alto el fuego en Xanten que el buen hacer diplomático convirtió en tratado en el mes de noviembre. Por él, y en tanto no se llegara a una solución definitiva, el gobierno de los territorios disputados quedaba dividido, correspondiendo a Brandemburgo Cleves y Mark, y a Neoburgo, Juliers y Berg. La evacuación de la fuerza militar española y holandesa de la zona fue más difícil de concretar, de tal forma que una parte de las tropas de la primera no llegó a abandonar el enclave de Wesel, mientras que la segunda no renunció al control de la ciudad de Juliers.

Otro foco de agitación estalló por entonces en el norte de Italia, iniciándose la nueva crisis en torno a la llamada "cuestión del Monferrato". En 1.612 había muerto el duque Francisco II de Mantua, cuyos dominios incluían el pequeño marquesado del Monferrato —que se hallaba estratégicamente situado al norte de la República de Génova, entre Saboya y el Milanesado—. Como por ley estaba vedada la sucesión femenina al ducado de Mantua y el finado únicamente tenía una hija (nieta a su vez de Carlos Manuel de Saboya), fue llamado a la sucesión el cardenal Fernando Gonzaga, hermano del difunto. Pero el Monferrato no conocía tales restricciones, por lo que la hija de Francisco y el ambicioso Carlos Manuel reclamaron el dominio de tal territorio. Fernando solicitó el amparo del emperador, en tanto soberano titular de Mantua y Monferrato, y de España, en tanto reconocido árbitro de Italia, mas el de Saboya se arriesgó a dar un golpe de mano invadiendo y ocupando el Monferrato en abril de 1.613. Tras diversos intentos fallidos de solución negociada, el prestigio de la Monarquía española exigía poner a Carlos Manuel en su sitio mediante una demostración de fuerza. El brazo armado de Felipe III en la zona del conflicto era el gobernador de Milán —en ese momento, el marqués de Hinojosa—, que a mediados de 1.614 inició unas acciones militares que concluyeron precipitadamente un año después con la paz de Asti. Los términos de la misma hicieron restaurar el status quo ante bellum, pero, dada la dura lección que la desproporción de fuerza posibilitaba, fueron considerados deshonrosos por la línea dura que se oponía al enfoque contemporizador dado por Lerma a la política internacional. La pujante facción reputacionista consideraba la moderación exterior muy peligrosa, pues podía crear la impresión de debilidad, y si un príncipe italiano osaba desafiar al monarca más poderoso del mundo, debía ser aplastado.

Parece que en esta ocasión no se equivocaron quienes abogaban por acciones más contundentes, ya que el duque de Saboya pronto volvió a crear problemas alentado por la promesa de apoyo de la República de Venecia para el caso de que invadiera nuevamente el Monferrato. Como, desde finales de 1.615, aquélla se hallaba en guerra con el archiduque Fernando de Estiria a causa de los actos de piratería de los refugiados balcánicos cristianos de la costa de Dalmacia —los uscoques— patrocinados por los Habsburgo, pretendió provocar que el ejército español de Milán estuviera comprometido en el lado occidental de la Península Itálica, y lo consiguió cuando Carlos Manuel invadió el Monferrato en septiembre de 1.616 por segunda vez. La ayuda veneciana no fue la única, pues el ejército de Saboya se vio reforzado por 4.000 protestantes alemanes, reclutados con el consentimiento de los líderes de la Unión por el conde de Mansfeld, y por unos 10.000 voluntarios franceses al mando del mariscal Lesdiguières. A pesar de ello, el nuevo y enérgico gobernador de Milán, don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, dirigió eficaz y victoriosamente la campaña militar, cuyo momento decisivo fue la toma de Vercelli a finales de julio de 1.617, logrando imponer a Carlos Manuel tres meses más tarde, con la mediación papal, la paz de Pavía.

Los holandeses no llegaron a intervenir en apoyo del duque de Saboya. Fue una suerte, pues el Consejo de Estado español estaba plenamente decidido a reiniciar la guerra contra las Provincias Unidas si tal hecho sucediese. En cambio, sí enviaron refuerzos a Venecia. A lo largo de 1.617, más de 4.000 soldados holandeses, junto con algunos voluntarios ingleses, desembarcaron en el suelo de la pequeña República italiana dispuestos a ayudarla en su enfrentamiento con Fernando de Estiria, al tiempo que una flotilla formada por doce barcos holandeses y diez ingleses navegaba por el Adriático para impedir que la fuerza naval española de Nápoles pudiera socorrer al archiduque. El socorro, empero, llegaba, ya que el resuelto duque de Osuna, don Pedro Téllez Girón —virrey de Nápoles—, llevó a cabo una serie de brillantes campañas navales, en desafío al pretendido "dominio adriático" sustentado por Venecia, logrando de ésta magníficas presas en "su" mar, y todo ello sin que llegase a producirse una ruptura oficial entre aquélla y el Rey Católico. También Baltasar de Zúñiga, embajador español ante la corte imperial, apoyaba financieramente al archiduque, y la misma política siguió su sucesor en el cargo, don Íñigo Vélez de Guevara y Tasis, conde de Oñate, cuando en febrero de 1.617 llegó a Praga.

La vacilante actuación del gobierno de Madrid contrastaba con la decisión con la que maniobraban sus representantes alejados de las fronteras ibéricas. Esta actitud resuelta y vigorosa —que en ocasiones requería ignorar instrucciones demasiado conciliadoras— evidenciaba un hecho fundamental que se estaba produciendo: la nueva generación de imperialistas españoles, admiradora de los métodos de Felipe II, estaba conquistando la primacía en el horizonte político, al tiempo que horadaba la cada vez más endeble autoridad del régimen de Lerma. En efecto, un creciente grupo de hombres, entre los que destacaban aquellos que, como los embajadores o virreyes, se hallaban en permanente contacto con la realidad exterior, se sentía humillado ante la política pacifista y moderada implantada por Felipe III y su valido, ya que creía que minaba la reputación y prestigio de la Corona —y con ello su seguridad—. Esta beligerante generación incluía nombres como Osuna, Villafranca, el marqués de Bédmar (en ese momento embajador de España en Venecia), Zúñiga u Oñate, que a lo largo de 1.617 se mostraron plenamente comprometidos con Fernando de Estiria. En todo caso, el desarrollo simultáneo de los acuerdos sobre la sucesión imperial determinó que el archiduque fuera perdiendo progresivamente interés por la guerra de la frontera austríaco-veneciana, lo que, unido a la presión diplomática y militar española sobre la República, hizo que ésta y Fernando firmaran la paz de Wiener Neustadt en febrero de 1.618, por la cual Venecia obtuvo del Habsburgo garantías de no protección a los piratas uscoques, al tiempo que un regimiento español quedaba acantonado en Friuli asegurando el cumplimiento del contenido de la misma.

Nuevamente se había evitado por muy poco un conflicto general en Europa, aunque para España la tensión en el norte de Italia tuvo todavía un oscuro apéndice: la llamada "conjuración de Venecia". Sobre la misma, hoy se tiene como cierto que los senadores de la República, aprovechando el descontento de un gran número de mercenarios holandeses y franceses —llegados al calor de la reciente guerra— por el atraso de sus pagas, orquestaron una campaña de incriminación del embajador español en Venecia, Bédmar, y del virrey de Nápoles, Osuna, como presuntos organizadores de un complot para derrocarla. Estos dos personajes, cuyo sentido de la responsabilidad no coincidía con la mesura mal entendida de la corte madrileña, se mostraban como enemigos irreconciliables de Venecia, pues "siempre ha tratado de dañar y debilitar el buen nombre de España", por lo que la República consideraba imprescindible para su seguridad la salida de los mismos del ámbito italiano. La propagación de la noticia de la supuesta conjuración favoreció sus objetivos: se libraron de los mercenarios inquietos, Bédmar fue trasladado a la corte de Bruselas y Osuna, obligado a retirar su amenazante escuadra de Brindisi, acabó siendo destituido, acusado de pretender proclamarse rey de Nápoles y encarcelado.

Todos estos hechos sucintamente narrados consiguieron perturbar la "pax hispanica", pero no fueron más que limitados conflictos internacionales que no pasaron a mayores. Sin embargo, podían hacer prever la inmensa tormenta que se cernía sobre Europa y que se estaba fraguando en su centro, lugar donde convergían las evidentes tensiones entre católicos y protestantes, entre partidarios y enemigos de los Habsburgo. Y esas tensiones provocaron, con la insurrección de Bohemia en 1.618, el inicio de una confrontación abierta, de carácter político y religioso, que habría de durar 30 años y que, de estar localizada en sus comienzos, desbordó finalmente el ámbito europeo.

El epicentro del terremoto que constituyó la Guerra de los Treinta Años se encontraba en centroeuropa, concretamente en los límites del Sacro Imperio Romano-Germánico, cuyo titular, el emperador, venía siendo elegido desde 1.438 de entre los miembros de la familia Habsburgo. Los Habsburgo austríacos obtenían su poder de sus dominios personales (que comprendían la Austria Exterior, Interior, Alta y Baja, gobernadas respectivamente desde Innsbruck, Graz, Linz y Viena), de sus dominios electivos (que a partir de 1.526 incluían por una parte Bohemia, Moravia, Lusacia y Silesia, y por otra una pequeña parte de Hungría, la que no estaba en poder de los turcos) y, finalmente, de la dignidad imperial (que proporcionaba más autoridad moral que poder real). El Imperio comprendía, además de los territorios de los Habsburgo austríacos —excepto Hungría—, Alemania, gran parte del norte de Italia, teóricamente los cantones suizos, los Países Bajos, Lorena y el Franco-Condado. Estaba dividido en multitud de pequeños Estados, soberanos de hecho, que constituían tres Colegios. El primero, encargado de elegir al futuro emperador, lo formaban los siete Electores (los tres príncipes-arzobispos de Tréveris, Maguncia y Colonia, el rey de Bohemia, el conde del Palatinado, el duque de Sajonia y el margrave de Brandemburgo). El segundo agrupaba unos 300 principados laicos y eclesiásticos (como el ducado de Baviera o el obispado de Lieja). El tercero, por último, comprendía unas 50 ciudades libres, algunas tan importantes como Hamburgo o Augsburgo. El emperador tenía la facultad de convocar la llamada "Dieta", que se formaba por representantes de los tres Colegios, la cual, aunque poseía facultades para tomar decisiones relativas al conjunto del Imperio, tenía poca importancia práctica debido a la dificultad de llegar a cualquier acuerdo.

Los problemas latentes no quedaron resueltos cuando, tras la muerte del emperador Rodolfo II, fue elegido para sucederle su hermano Matías en 1.612. Éste no tenía heredero directo, debido a lo cual se hacía necesario buscar el candidato adecuado que, en su momento, pudiera sustituirle en las Coronas de Austria, Bohemia y Hungría y en la dignidad imperial. Aunque el mejor derecho parecía tenerlo Felipe III, que era nieto del emperador Maximiliano II, finalmente se decidió dentro de la familia Habsburgo prestar todo el apoyo al joven archiduque Fernando de Estiria, que era hijo de un hermano de Maximiliano. De este modo, el problema sucesorio se resolvió mediante un acuerdo secreto, negociado entre Oñate y el propio Fernando y fechado el 20 de marzo de 1.617, en el que el archiduque cedía, si llegaba a ser proclamado emperador, Alsacia, Finale Liguria y Piombino a España y reconocía la preferencia de un sucesor masculino de Felipe III sobre cualquier descendiente suyo femenino, todo ello a cambio de la renuncia del monarca español a sus relevantes derechos sucesorios y a la dignidad imperial. Ese acuerdo, conocido como tratado de Graz, fue ratificado oficialmente, una vez elegido Fernando rey de Bohemia y reconocido como sucesor eventual del enfermo emperador Matías, el 29 de julio de 1.617. Sin embargo, doce meses después de la elección y reconocimiento de Fernando, se encendió la mecha que iba a provocar el estallido de la Guerra de los Treinta Años con los sucesos conocidos como "la defenestración de Praga", en la que dos funcionarios de la Cancillería del Reino de Bohemia fueron arrojados por una ventana del palacio de Hradcany el 23 de mayo de 1.618. ¿Qué motivos habían dado lugar a tan extraño incidente?

El recientemente elegido rey de Bohemia era un católico intransigente, antiguo alumno de la Universidad de Ingolstad —regida por los jesuitas—, que ya veinte años antes había mostrado su celo por la religión romana como soberano de Estiria. Estos antecedentes hacían prever que más tarde o más temprano iban a surgir problemas en los países de la Corona de Bohemia, donde la confusión religiosa era enorme: frente a una minoría católica, había utraquistas, hermanos moravos, luteranos y calvinistas. Desde 1.609 existía un estatuto religioso llamado "Carta de Majestad", otorgado por Rodolfo II a Bohemia y después a Moravia y Silesia en un momento en que ciertos enfrentamientos con su hermano Matías le hicieron buscar aliados y fidelidades, por el que se establecía la libertad de conciencia y una amplia libertad de cultos, con la condición de que las confesiones no católicas se entendieran en una sola iglesia protestante y de que ésta formara un consejo de diez personas —los "defensores de la fe"— que, en caso de necesidad, se encargara de negociar con los católicos. En un gesto de tolerancia, en 1.617 el nuevo rey Fernando reconoció la validez y vigencia de la Carta de Majestad, pero pronto iban a surgir discrepancias en la interpretación de alguna de sus cláusulas. Concretamente, el gobierno ordenó la destrucción de los recién construidos templos protestantes de Hroby y Broumov debido a que estas ciudades pertenecían a prelados católicos (que, al parecer, no estaban vinculados por las concesiones de la Carta). Además, de modo desafiante, estableció una censura sobre la literatura impresa, prohibió la utilización de fondos católicos para pagar a los ministros protestantes y se negó a admitir a no católicos en cargos públicos. Algunos miembros de los "defensores de la fe", dirigidos por el conde de Thurn, decidieron aprovechar estos incidentes para provocar la ruptura con los Habsburgo y así proteger sus —según ellos— amenazadas libertades religiosas y políticas, y para ello se dirigieron al mencionado palacio de Hradcany y defenestraron a dos funcionarios reales católicos y proespañoles, Martinic y Slavata, como evidente símbolo de una insurrección que en pocas semanas se extendió a las principales ciudades bohemias.

Los rebeldes habían elegido un buen momento para provocar el levantamiento inicial de Praga. La ciudad se encontraba falta de grandes autoridades ya que, cuando se produjo la defenestración, Fernando y el canciller Lobkovic se encontraban en Hungría, Matías había pasado el invierno y la primavera en Viena y en esta última ciudad también se encontraba el influyente conde de Oñate. Por otra parte, los rebeldes protestantes checos no estaban solos. Al contrario, llevaban años manteniendo contactos con sus correligionarios del resto de Europa, en especial con Bethlen Gabor, príncipe calvinista de Transilvania y vasallo del sultán otomano, y con Federico V del Palatinado y su ambicioso ministro Cristian de Anhalt. A su vez, el elector palatino, cuya capital, Heidelberg, se había erigido en el centro de ebullición del inconformismo político-religioso del Imperio, estaba perfectamente relacionado: acababa de llegar a un acuerdo con los hugonotes franceses y era sobrino del holandés Mauricio de Nassau y yerno de Jacobo I de Inglaterra.

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